
Correr al solitario
Nunca me gustó pensar mi formación ni mi realización personal como una carrera. Como si fuera cuestión de definir un recorrido, determinar un punto de partida y enfocarme en una meta. Como una prueba física que se corre una vez. Donde se juega todo y no hay lugar para un tropiezo.
Me gusta pensar mi trayectoria más bien como una partida de solitario. Sí, ese juego de cartas que Microsoft tuvo preinstalado en Windows por más de 20 años desde principios de los 90. Un juego que depende mucho del azar, de las cartas que nos toquen en suerte, pero, sobre todo, del ingenio y la creatividad con los que decidamos apilarlas. Las decisiones pasadas condicionan las posibilidades futuras. No es un juego para tomar a la ligera, pero el resultado no es determinístico. No hay un solo camino para llegar al objetivo de despejar el mazo y ordenar las cartas, cada palo en su montón, con la numeración creciente. Puede ser que en algún momento sintamos que el juego fluye a una velocidad que nos despierta cierto sentido de realización. Otras el juego se estanca y la sensación es más frustrante.
Hay quien podrá decir que la idea de un juego de cartas de escritorio en un monitor de tubo no es tan rica como la de la carrera, que en su narrativa viene cargada por otro tipo de sacrificio, disciplina y un mayor despliegue de habilidades. Pero como un tipo que toda su vida ha luchado con sus impulsos sedentarios, permítanme quedarme con esa alegoría. Al fin y al cabo –y muy a mi pesar–, esta columna desde su consigna es autorreferencial. Mi historia laboral y académica no son para nada habituales. Comencé estudiando Economía, me volqué al Periodismo, luego incursioné en el mundo de la Ciencia de Datos y, en paralelo, obtuve un diplomado en Economía Política. En distintos contextos y circunstancias se han referido a mí como economista, periodista, docente e ingeniero, y todas las veces contesté que no, que no califico ni aplico para ninguna de esas profesiones, y siento una terrible incomodidad en las ventanillas de migración de los aeropuertos cuando me preguntan a qué me dedico.
Las cartas vinieron y el juego se fue dando. Mirando hacia atrás la partida, valoro mi habilidad con algunas cartas que me tocaron en suerte. Otras reconozco que, por ingenuo o testarudo, las aproveché mal y, con el diario del lunes, las hubiera puesto en otro lugar. Pero hay algo que sí he mantenido a lo largo de la partida, y es haber entendido desde el principio que no se trataba de apilar un solo montón. Tenía 25 años. Era editor de Economía y Finanzas y coordinador de la Unidad de Análisis Económico en El Observador. Quizás el más joven en ese cargo, pero habría que chequearlo. Era docente en un colegio. Tenía columnas de opinión en VTV. Lideraba un equipo de grandes periodistas y economistas y nos empeñábamos en llevar la noticia económica a otro nivel. Si no había números para explicar una realidad, desarrollábamos nuestros propios indicadores. Si no alcanzaban los caracteres para transmitirle al público el alcance individual de una medida de gobierno, diseñábamos una aplicación web para que cada uno pudiera hacer sus propios cálculos.
El impulso por seguir creciendo me llevó a saltar de un montón de cartas al otro. Dos socios de primera y el apoyo de otros dos inversores me llevaron a adentrarme de lleno en el mundo de la tecnología y la inteligencia artificial. A la dirección empresarial, a la gestión de proyectos, al picar código de vez en cuando. Era un juego distinto, pero no tanto. Los equipos interdisciplinarios, la vorágine de los tiempos y las deadlines, el compromiso por la experiencia de usuario, el valor de las narrativas y de la credibilidad, y la confianza de quien apuesta por el trabajo de uno. Esos elementos pesan por igual en una redacción que en un equipo de desarrollo de software de alto rendimiento, hacen la diferencia en el análisis de una coyuntura, como también en el diseño de una solución de inteligencia artificial. No era una carrera diferente. Era parte del mismo juego. La información para la toma de decisiones. Por ahí pasaba mi vocación. Sobre eso se ordenaban mis cartas. Información que contribuyera a manejar una empresa, orientar una política o formar una opinión.
Casi una década atrás, lo ecléctico de mi formación y mi trayectoria fue considerada por muchos allegados como algo distinto y no necesariamente acertado. Con el tiempo, esa visión ha cambiado. Y viviendo por dentro los procesos de transformación tecnológica que atravesamos, no tengo dudas de que la realidad nos empuja hacia allí. Corría el año 2015 y yo empezaba a familiarizarme con los trabajos de Autor, Frey, Osborne y Acemoglu sobre el impacto de la transformación tecnológica sobre el mercado laboral. En aquel entonces, las investigaciones se concentraban en el impacto de la automatización en tareas de escaso componente creativo y altamente rutinarias, y preveían un rápido aumento del desempleo tecnológico por el reemplazo de ocupaciones de baja calificación y experiencia. Modelos de inteligencia artificial como ChatGPT, Claude, Stable Diffusion y los más recientes Udio y Sora, vinieron a demostrarnos que una vez más subestimamos el desarrollo de la tecnología. Y que si hay algo que se le da muy bien a estas nuevas herramientas es interpretar la realidad, pasarla por el tamiz del conocimiento y los datos, y desempeñar tareas creativas con resultados que sobrepasan nuestras posibilidades y desafían nuestra capacidad de asombro. Y lo hacen a un costo ínfimo respecto al trabajado calificado.
No hay campo de actividad intelectual que se vea aislado de los desafíos. Por un lado, la inteligencia artificial abre nuevos montoncitos de oportunidades sobre los cuales colocar nuestras cartas. Pero, por otro, nos obliga a repensar lo que tenemos construido. Para enfrentar ambos desafíos y continuar la partida, nos obliga a generar nuevas habilidades. Nos impulsa a cruzar nuestras trayectorias académicas y laborales con nuevos campos, con cartas de otros palos. Y descubrir que no es cuestión de correr y aguantar el aliento, sino de detenernos a pensar cuál será la próxima carta que vamos a mover.