
Paradojas de la felicidad
Escribir sobre felicidad se ha puesto de moda, sobre todo entre autores de manuales de autoayuda y no siempre con el rigor que un tema tan relevante merece. Efectivamente, nos encontramos ante una profusión de artículos, conferencias, cursos, presencia en televisión y redes sociales, etc., que venden recetas más o menos fáciles para una vida “feliz”.
Tanto es así, que Martin E. Seligman, director del departamento de psicología de la universidad de Pensilvania, ha hablado de “culto a la felicidad”. Este profesor —sin duda uno de los académicos que más ha estudiado e investigado sobre psicología clínica y social de la felicidad— sugiere que el entorno cultural, económico y social en el que vivimos propone —o impone— unas expectativas de felicidad tan elevadas que nunca se acaban de satisfacer, sobre todo si se ponen en bienes materiales o de bienestar. En consecuencia, esta podría ser una de las causas principales del aumento de casos de depresión, ansiedad, burnout o frustración, que se presenta en muchos países desde hace algunos años.
Esta tesis ha sido recientemente confirmada en un artículo de enero de este año en el Journal of Applied Psychology. Basados en los resultados de tres experimentos distintos en los que participaron varios cientos de personas, los autores del artículo —Aekyoung Kim, profesor de la Universidad de Sídney, y Sam Maglio, profesor de la Universidad de Toronto— concluyen que la búsqueda incesante de la felicidad tiene un efecto paradójico. La aspiración a una felicidad completa “tiene un coste elevado: consume recursos mentales y emocionales, en un esfuerzo agotador para sentirse siempre mejor, que lleva a un desgaste psíquico e incluso físico o somático”.
Y a ello cabe sumar la presión de la industria del bienestar —wellness, fitness, nutrición saludable, turismo de spas y mindfulness, etc.— valorada según el Global Wellness Economy Monitor (2024) en USD 6300 mil millones, con unas predicciones de crecimiento anual sostenido del 7,3 % hasta el año 2028, en el que podría alcanzar un volumen de casi 9000 mil millones. A ello podríamos añadir el boom de la autoayuda y de los cursos, retiros, etc., a precios de cuatro o incluso cinco dígitos.
Hace ya casi veinte años que Richard Layard, profesor de London School of Economics, publicó el libro titulado Happiness: lessons from a new science, que se puede considerar pionero en el estudio de la felicidad, desde una perspectiva económica y sociológica. Este prestigioso economista trataba de responder a la pregunta de por qué el aumento de la riqueza, que se había dado en las naciones más desarrolladas en las últimas décadas, no iba acompañado de un incremento en la percepción subjetiva de la felicidad. O, como decía el psiquiatra Luis Rojas Marcos, director de los servicios de salud mental de la ciudad de Nueva York: “Vivimos mejor, pero nos sentimos peor”.
Tras varios años de encuestas y complicados análisis estadísticos, Richard Layard llegó a la conclusión de que, más que la riqueza en términos absolutos, existe otra variable de la que muchas personas dependen para sentirse felices: se trata de la comparación social, tener más que el vecino o colega, ser más rico que los demás y que esto se vea. Es decir, ocupar el primer lugar en la clasificación en una cultura de “ránkings de ganadores y perdedores”. Pero, puesto que ganar no es siempre posible, resulta que la comparación social —el énfasis en competir y vencer— no aumenta la felicidad, sino que puede disminuirla.
A la vez, oímos con frecuencia —y los profesores en escuelas de negocios lo decimos con frecuencia— que tenemos que ser más competitivos, asegurar el triunfo en la carrera por la conquista del mercado: llegar el primero, ser el vencedor. Me inquietó, hace ya algún tiempo, el título de una conferencia para ejecutivos que impartía un autor de fama mundial: “Maximizar la competitividad”. Tengo dudas de que maximizando la competitividad se obtengan unas excelentes cuentas de resultados que puedan mantenerse en el tiempo. Pero estoy seguro de que ser competitivo al máximo no es el mejor consejo para llevar una vida feliz.
En su libro Authentic Happiness, el profesor a quien me refería al comienzo de este artículo, Martin E. Seligman, explica muy bien cómo la tendencia a maximizar y optimizar los resultados que obtenemos se convierte en un obstáculo para la felicidad. Por eso, recomienda un ejercicio de moderación en la planificación de expectativas, procurando que sean retadoras y realistas a la vez, en una combinación que se apoya en el conocimiento propio como fundamento imprescindible.
Se puede ser mejor —compitiendo con uno mismo—, pero no se puede ser máximo ni óptimo siempre, y mucho menos en todo. Ni falta que hace: lo mejor es enemigo de lo bueno; y lo suficiente o lo que basta es muchas veces lo bueno y satisfactorio. Afortunadamente, en las escuelas de negocios hemos descubierto desde hace unos años —aunque hay que reconocer que no muchos— el valor de la humildad para los ejecutivos, una virtud que comienza en el nivel de los deseos y aspiraciones. Cuando uno cree que puede más o que merece más, pero sin fundamento, sino llevado por una imaginación narcisista o egocéntrica, acaba pronto sintiéndose frustrado. Algo falla, pues, es un sistema que estimula la competitividad, pero genera insatisfacción.
Una visión orientada al éxito entendido como triunfo sobre los demás no facilita el desarrollo de relaciones saludables, que son indispensables para una vida feliz, aún más en un mundo cada vez más interdependiente. Como ha puesto en evidencia el famoso Grant Longitudinal Study de la facultad de medicina de Harvard —resultado de 85 años de investigación—, no hay otro factor que contribuya tanto a la felicidad a lo largo de la vida como la calidad de las relaciones que uno promueva y desarrolle: relaciones ricas en generosidad, gratitud, perdón, comprensión, colaboración, empatía… Nadie puede ser feliz aislado de los demás, encerrado en sí mismo, sin dar y recibir, sin amar y ser amado.
El afán codicioso de éxito olvida que la felicidad tiene mucho de regalo. No es solo resultado del propio esfuerzo, sino que tiene algo que supera a las propias habilidades y talentos. El que vive pendiente del retorno que merecen sus inversiones —en dinero, tiempo, esfuerzo—, ese nunca podrá ser feliz. Por eso, si se busca directamente, la felicidad no se encuentra. Ya lo escribió John Stuart Mill, hace doscientos años, desde su visión utilitarista: “Nunca he dudado que la finalidad de la vida es ser feliz. Pero ahora pienso que ese objetivo solo puede lograrse si no se busca directamente. Solo son felices las personas que ocupan su mente en algo distinto de su felicidad, las que piensan en la felicidad de otros o en mejorar la humanidad o en ciertas artes o empleos que no se conciben como medios para la felicidad. Apuntando a objetivos distintos, encuentran la felicidad en el camino”.
Por tanto, vale la pena que en el ámbito de la empresa revisemos el valor que damos a la competitividad y, fijándonos en su sentido positivo, reforcemos la competencia entendida como profesionalidad y mantener la actitud de aprendizaje a lo largo de la vida. Y mejor aún, si el aprendizaje es compartido: enseñar y aprender con otros, de otros y para otros.