Eudaimonía moderna
Una exploración de la brecha entre tener y ser feliz, y dónde reside verdaderamente el sentido de nuestra existencia.
Escena uno.
Tiene todo, menos alegría por vivir.
Un buen trabajo, que incluye libertad y control, además de un sueldo que cubre holgadamente un estilo de vida acomodado. Cambia de rol y de responsabilidades cuando lo desea porque sus habilidades tienen alta demanda en el mercado. Puede viajar. Un físico trabajado: entrena tres o cuatro veces por semana, cumple sus objetivos deportivos, come bien, duerme suficiente. De amores, le va bien. Siempre hay alguien en la vuelta. Despierta interés, curiosidad y atracción en el sexo opuesto. Nada muy estable. Pero suficiente para no conocer el barrio de la soledad. Tiene todo cuanto siempre soñó.
Pero no alcanza.
Perdura esa sensación de insatisfacción, de que algo no está en su lugar; de carencia, de constante falta. Resuena, como un mantra, aquello que gritaba hermosamente bien Mick Jagger: “I can’t get no (tarará) satisfaction”. Y no, no llega nunca. No alcanza. Hay un vacío para el que no hay logro, conquista amorosa o sexual, viaje ni compra que logre llenarlo.
Escena dos.
No tiene mucho, pero no le falta nada.
Es una vida marcada por el esfuerzo, donde los fracasos se cuentan con las dos manos (y algunos dedos de los pies). Las cosas no salieron como “siempre había soñado”. Los hijos, siempre amados, pero no necesariamente buscados, fueron un condicionante que determinó posibilidades y disminuyó grados de libertad. No siempre se pudo elegir: había que hacer lo que había que hacer. Una carrera a los ponchazos, trabajando y estudiando, porque, así como no hubo hambre ni falta de amor, tampoco lujos ni privilegios.
Una vida simple, sin viajes ni sofisticación. Pero, así como no hay mucho, existe la sensación de que no falta nada. Quizás algún domingo taciturno se acompaña con algún lamento o en el marco de una discusión, una de las tantas que suceden cuando vive mucha gente junta en una casa digna —pero no mucho más—, se levanta la voz con un reclamo, del estilo: “Con todo lo que dejé de hacer en la vida por ustedes, y lo agradecen de esta forma…”. Pero más allá de estos exabruptos inhabituales, el tono general de la familia indica que la vida vale la pena y que vivirla es un regalo.
¿Por qué cuando alguien aparentemente tiene todo, siente que algo le falta?
¿Por qué cuando alguien aparentemente tiene todo, siente que algo le falta? No son pocas las veces en las que, como coach, me enfrento a dilemas que tienen que ver con el sentido. ¿Para qué hago lo que hago? A veces se cambia el qué por quién. La vida es cómoda, holgada, abundante, tranquila, incluso lujosa y privilegiada. Pero (no) hay algo, un “no sé bien qué”, que hace que esté incompleta. Faltan cinco para el peso. Y el foco se pone ahí, en lo que no es, en la ausencia, en la restricción.
¿Estamos hablando de felicidad?
No es fácil hablar de la felicidad, porque de eso estamos hablando. No es fácil porque nos enroscamos con un montón de matices, aunque “la ciencia de la felicidad” (sí, hay una ciencia, o una disciplina científica si queremos ser un poco más escrupulosos) indica lo mismo que ya sabíamos por sentido común, por intuición y por tradición. Ya decían, tanto los estoicos, (cuya filosofía, misteriosamente, está siendo redescubierta) como los epicúreos, que la felicidad no está en el desorden ni en lo externo (placer, fama ni poder, que son cosas que nos pueden ser arrebatadas), sino en un orden interior. La tradición griega clásica va a hablar de virtudes, con el famoso “centro” o “punto medio” aristotélico, que nos invita hace 2500 años a evitar tanto el exceso como el defecto. En la actualidad, en una continuidad asombrosa, los teóricos del tema hablan de estimular la oxitocina en vez de la dopamina, de buscar aquello que no genera un “rush”, un impacto, sino postergar el disfrute hacia adelante, en una especie de ascesis que nos eleva. Los griegos decían lo mismo usando otro idioma y otras herramientas conceptuales. Nada nuevo bajo el sol.
La terapia del sentido habla de descubrir el sentido de nuestra propia existencia en lo vincular (con lo trascendente y con los otros), en la autorrealización y en el mundo de la cultura. Arthur Brooks lo retoma y lo resume: encontramos sentido (y fuente, por tanto, de bienestar de largo plazo) en un trabajo significativo, en la familia, en los amigos y en una conexión con la trascendencia/espiritualidad. La felicidad no está en el capricho de hacer lo que me dé la gana, en la libertad 360°, en el rush del reel ni del TikTok, ni en la chispa del levante sexual. Está en aquello que podría haber definido mi abuela Dorita, que en paz descanse: tener un buen matrimonio (y, por añadidura, una buena familia), buenos amigos (de esos poquitos que son siempre leales y que están), rezar y en no hacerle mal a nadie.
Podemos sufrir con sentido, como nos enseñó Luisma Calleja. No es agradable, ni placentero. Pero nos llena el alma.
A veces, la vida tiene movimiento y el combo de mi abuela convive con el dolor. Y sí, porque sentido no es lo mismo que disfrute. En una entrevista bastante polémica, Adam Grant conversaba con el psicólogo Dan Gilbert y decía: “Hay evidencia robusta que muestra que tener hijos es una gran fuente de sentido, no de felicidad”. Chocolate por la noticia, Adam Grant. Tener hijos es un montón. Es privación. Es dormir mal. Es tener menos plata para “hacer lo que quiero”. Pero qué lindos son los hijos y quién no está dispuesto a dar todo (al menos, mucho) por un hijo. Pero sentido no es lo mismo que bienestar. Podemos sufrir con sentido, como nos enseñó Luisma Calleja. Podemos dar la vida con sentido. No es agradable, ni placentero. Pero nos llena el alma. Qué misterio. Es simple, pero nos complicamos.
Felicidad, ok. ¿En el trabajo?
Ahora, encima, se empezó a hablar de felicidad en el marco del trabajo. Mi tesis sobre el asunto es muy simplista, lo sé. Diría lo siguiente: los griegos denominaban “eudaimonía” a la felicidad, palabra conformada por “eu” (bueno) y “daimon” (espíritu, literalmente “demonio”, pero sin la carga negativa que hoy asociamos con lo demoníaco, etc.). O sea, tener un “buen espíritu” que nos guiara, trajera abundancia, bienestar, esa cuota de “buena suerte” mínima para no sufrir tragedias. Si habláramos de felicidad en el trabajo, se debería llamar “eudominus”. Algo así como tener un buen jefe. Mi hipótesis es que 90 % de “ser feliz en el trabajo” —definiendo ser feliz como no ser un muerto en vida, amargado, triste, sometido y frustrado— consiste en que tu jefe no sea un energúmeno. Va más por lo que “no se debe hacer” que por la propuesta activa: no le arruine la vida a la gente que trabaja con usted. Déjela ser. Sea respetuoso. Escuche. Sea buena gente. Trate como le gusta ser tratado. Amén. O amen. Ambas.
Y el 10 % restante, consiste en que el trabajo sea significativo para las personas. Que puedan encontrar un sentido en la tarea. Que entiendan el impacto de su contribución.
Y así, mientras seguimos buscando fórmulas para la felicidad laboral y personal, quizás la respuesta está en volver a lo básico: conexiones significativas, trabajo con propósito y una mirada que privilegia el sentido sobre el placer inmediato. Tal vez esa persona de la primera escena, con todo lo que tiene, podría aprender algo valioso de quien, en la segunda, ha encontrado plenitud en la simplicidad. La paradoja es que la felicidad raramente está donde la buscamos con más ahínco, sino en esos espacios cotidianos donde el sentido florece naturalmente. Al final, como sugería mi abuela Dorita: no se trata de tenerlo todo, sino de valorar lo que tenemos y hacer que importe.