Ser, hacer y decir, en ese orden
Claves para cambiar los aspectos invisibles que hacen a la cultura de una organización.
Hay veces en las que uno entra a una organización e intuye cosas. No es algo que se pueda observar. No es ni el color de las paredes ni los carteles que declaman valores. Hay algo más. Es un ambiente, un clima, cómo se miran las personas, cómo se hablan entre sí y se piden cosas. Es intangible. No se ve, pero se interpreta en acciones y conductas observables. Cuando hablamos de cultura hablamos de eso que no se ve, pero que define la manera en la que trabajamos. No es lo que proyectamos en slides ni lo que analizamos en un balance o en el P&L. Es la forma en que hacemos las cosas. Es lo que hace que las cosas sucedan de esta manera y no de otra.
Después de algunas conversaciones y de varias preguntas abiertas, los que tenemos el privilegio de entrar en muchas organizaciones escuchamos frases reveladoras sobre ese mundo misterioso e inaccesible: “En esta empresa nadie valora el esfuerzo”; “Salvo que mates a alguien, es imposible que te despidan”, o “En el fondo todos sabemos que estos resultados son imposibles de obtener”. Esas creencias no están escritas en ningún lado, pero no hay nadie en la empresa que no las sostenga. Normalmente tienen un acta de nacimiento en experiencias pasadas, sean cercanas o lejanas en el tiempo… Se arraigan en la conciencia colectiva, repetidas como mantras que influyen en la toma de decisiones, la aplicación de criterios y el análisis de situaciones. Lo más curioso es que muchas veces esto se da de manera inconsciente. La pregunta ayuda a sacar estas creencias a la superficie.
La centralidad de la cultura no resta importancia a la necesidad de tener equipos de alta calidad profesional y humana, una estrategia efectiva, una operación eficiente o un equipo comercial metedor. Lo que realmente hace la cultura es hacer que todo eso funcione realmente bien, convirtiendo a la empresa en un lugar extraordinario. No son únicamente las rutinas organizacionales, los procedimientos administrativos ni los procesos estandarizados los que logran esto… es algo más profundo, lo que no se ve. Lo esencial, dicen, es invisible a los ojos. La pregunta inevitable es: ¿Cómo se cambia lo que no se ve?
La tentación es creer que cambiando los artefactos se puede cambiar la cultura. Cambiar lo tangible es fácil.
La tentación es creer que cambiando los artefactos se puede cambiar la cultura. Cambiar lo tangible es fácil. Es lo propio de la tarea de gestión. Por eso, cuando se afronta el desafío cultural, es común que los directivos lo vean como un simple check en una lista: se organiza un taller con alguna consultora para redefinir los valores y el propósito. Ni hablar de cuando hablamos de misión, visión y otros términos confundibles que nadie, nunca, jamás, pudo diferenciar entre sí. Que el taller no dure más de tres horas, así la gente no se aburre ni se distrae mucho del negocio. Con lo que salga ahí, se le indica al área de comunicación que elija alguna paleta de colores, una tipografía determinada, piense un eslogan atractivo y se celebra un evento de relanzamiento, donde todos comerán algo rico y alguien explicará por qué es importante que todos creamos en esto. Es una especie de versión corporativa de: “Peter Pan, no dejes de creer en las hadas”. Y después, al trabajo. Business as usual.
Y, como es de esperar, las cosas no cambian. Porque para transformar una cultura, se tienen que transformar las personas. Y ahí, claro, ya estamos en otro cantar. El primer desafío es cuestionar la creencia tan injusta como extendida de que la gente no puede cambiar. Hay pocas cosas que resistan menos un archivo que esto: ¿No conocemos, acaso, personas que hayan cambiado hábitos alimenticios, formas de pensar, vínculos y hasta creencias? ¿No hemos cambiado nosotros mismos muchas de estas cosas? ¿O seguimos pensando igual que a los 20 o estamos enamorados de la primera persona que amamos? Es un hecho evidente, casi axiomático, que las personas cambian. Es más, cambian todo el tiempo. Cambiar, se puede. Que sea fácil, bueno, eso es otro tema.
Hablemos, entonces, de transformación cultural.
Cambiar una cultura supone cuestionar creencias arraigadas, lealtades, repensar procesos y organigramas —que es la manera académica de decir que se van a ver afectadas estructuras de poder—, desafiar la autoridad, convencer a las personas para que hagan las cosas de una manera diferente, y elaborar los duelos que supone dejar de hacer algunas cosas que las personas consideraban importantes. Cambiar la cultura significa cuestionar valores: aquello a lo que las personas de una empresa le dan valor. Eso, en la práctica, es cambiar la raíz.
Lo primero que hay que hacer es entender dónde está parada la organización. Diagnóstico es una palabra trillada, por lo que prefiero pensarlo como auscultar el corazón de la empresa, para entender qué venas están tapadas, quiénes no hablan con qué otros y por qué, las historias, los dolores, los puentes rotos. Y, al entender eso, fijar las condiciones para que el proceso tenga éxito.
Cambiar la cultura implica que las personas decidan trabajar de una manera diferente de manera coordinada. Los motores del cambio son dos cosas: la percepción urgente de peligro o lo convocante de una aspiración que nos moviliza. Nada más. Las tiene que convocar un propósito en común. Y esa conciencia de propósito, al igual que el compromiso de perseguirlo, tiene que ser colectiva y consciente.
Los motores del cambio son dos cosas: la percepción urgente de peligro o lo convocante de una aspiración que nos moviliza.
Hay quienes no quieren cambiar. Un solo ruidoso alcanza para arruinar el silencio en una biblioteca tanto como un violento alcanza para que no haya paz social en una región. La cultura organizacional es un bien común que supone el alineamiento de todos porque los bienes comunes se construyen mancomunadamente entre todos los miembros de una comunidad. Un solo detractor es suficiente para sembrar dudas sobre la consistencia del modelo o la autenticidad de la iniciativa. “Mucho banderín de colores y biribiri, pero este tipo que fue siempre un violento, sigue estando ahí”. Eso no puede pasar.
Recién cuando hay un compromiso consciente y colectivo, afirmado con coherencia, tiene sentido implementar herramientas como cursos, talleres, coaching, team coaching, y demás formaciones que facilitan el proceso de cambio. El paquete de herramientas para el cambio debe venir después de que se haya tomado la decisión colectiva de cambiar. No antes. El corazón colectivo antecede la inteligencia colectiva.
Si el diseño del proceso fue adecuado, el liderazgo debería reflejar lo que se enseñó en la batería de capacitaciones, desde la ejemplaridad. La cultura se transmite primero siendo. Después, haciendo. Y, por último, diciendo.
El proceso debe ser revisado regularmente, con consistencia y acidez, para ajustarlo de manera iterativa al plan e incluir las contingencias que puedan surgir. Es un trabajo arduo y demandante, que implica energía, foco y mucha fortaleza, además de paciencia, compasión y un sano amor por la organización, los colegas, los subalternos y hacia uno mismo.
La tarea directiva, en la gestión de la cultura organizacional, pasa por humanizar las organizaciones, haciéndolas espacios donde valga la pena ir a trabajar y, por tanto, donde sea posible alcanzar resultados extraordinarios, en cuya concreción se satisfagan las necesidades fundamentales de las personas que trabajan ahí. Eso es cambiar la sociedad desde las empresas con un liderazgo responsable que ponga a la persona en el centro. Nada más. Nada menos.
Ulises Ruiz
Claro , conciso , excelente articulo , para la vida de las organizaciones y las personas.