Revista del IEEM
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Es la felicidad, estúpido

Más allá de normas y deberes, la ética del liderazgo puede tener un solo norte: la felicidad.

Aunque haya quienes piensen lo contrario, lo usual es que cualquier persona tome la mayoría de sus decisiones de acuerdo a lo que le parece que está bien. A veces elegirá alguna alternativa que entiende “que está mal”, pero eso será algo excepcional. Si ese “actuar mal” lo repite muy a menudo, seguro va a encontrar un medio de racionalizar su comportamiento de forma tal que comience a verlo justificado. Más allá de lo anterior, volvamos al principio. Me refiero a la necesidad que tenemos los seres humanos maduros de actuar conforme a lo que entendemos que es correcto. Hay quienes a esto le llaman comportamiento ético; hacer lo correcto sería actuar éticamente. Hasta aquí todo dentro de lo normal y sencillo. Donde se comienza a complicar es cuando nos metemos con el intrincado asunto de definir qué es lo correcto.

 

Una bifurcación relevante

Para responder acerca de lo que está bien y, por lo tanto, aquello que está mal, se puede ir por dos grandes caminos. El primero de ellos habla de encontrar algún decálogo, alguna norma, escrita o no. Por ejemplo, para algunos esta regla la encuentran en lo que es aceptado pacíficamente por su comunidad o grupo de referencia. En definitiva, es aquel dicho que reza, “si vas a Roma, haz como los romanos”. La única consecuencia que interesa para evaluar la bondad de la acción no es más que la aceptación de la misma por el grupo de referencia, sea este una barra de amigos, una comunidad religiosa, los ciudadanos de una nación o un conjunto que comparte una ideología común.

Para otros, la pauta a respetar es dada por lo normativo. Esto significa que la bondad de la acción dependerá de que haya algún tipo de regla positiva, validada y respetada por todos, que indique que tal acción es legítima y que tal otra es prohibida. Mientras el sujeto cumpla con la norma, nada hay que cuestionarse. Lo legal es bueno, lo ilegal es malo; pero también, lo legal nunca puede ser malo y lo ilegal nunca puede ser bueno.

Hay quienes buscan chequear si una acción es buena o mala en sus consecuencias.

Por último, hay quienes buscan chequear si una acción es buena o mala en sus consecuencias. Si al hacer A se produce como consecuencia B y esto es útil o bueno para mí o para quienes se ven impactados por la decisión, la acción A fue buena. Mala en caso de que el efecto sea el contrario. Una versión algo más refinada de este utilitarismo pasa por valorar la bondad de una acción. Por ejemplo, B contra C, por el bien que se desprende como consecuencia de ir por el camino B versus el camino C. Donde haya un bien mayor para más gente, esa será la acción éticamente correcta. En plan de adagio popular, esta forma de analizar la ética de una acción se convierte en “el fin justifica los medios”.

La otra ruta que sale de esta gran bifurcación no apela a listas de normas ni a consensos sociales. No es que los desprecie, los valora. Pero lo hace más como consecuencia lógica de la aplicación de otro tipo de lógica. En esta otra visión ética, el foco está puesto en el impacto sobre el sujeto que decide. Esto es, si en una situación determinada Juan tiene que decidir si hacer Z o hacer Y, lo que deberá analizar es cuál es la consecuencia en él de una u otra opción. Pero aquí vale preguntarse, ¿consecuencia en función de qué? Y aquí viene lo que justifica que esta columna sea parte de esta edición de Hacer Empresa. Se trata, nada más y nada menos, de analizar a priori, si optar por Y o por Z me hace más o menos feliz. Efectivamente, feliz y punto, nada más.

Este tipo de análisis ético es conocido como teleológico. Quiere decir, finalista. Lo que importa es analizar en función de hacia dónde me lleva la acción. Dado que esta “ética” se la debemos a Aristóteles, lo seguimos en su razonamiento de que el único destino deseable para la acción del ser humano a lo largo de su recorrido en este mundo es buscar la felicidad. En definitiva, la acción éticamente correcta no puede ser otra que aquella que me acerca a ser feliz. Y su contrario, la acción incorrecta éticamente aquella que me acerca a ser cada vez más infeliz.

 

Felicidad, ¿quién decide qué es?

A Aristóteles mucho no le importó. Lo dio como un hecho evidente. La felicidad es el único bien que es válido en sí mismo, que no es útil para alcanzar otro bien, sino que se nos hace apetecible por el simple hecho de vivirlo, es un fin y no un medio. Por lo pronto, no parece que pueda ser un estadio de llegada, sino que más bien es un norte hacia el que dirigirse. Si bien el estagirita —una forma culta de referirse a Aristóteles en relación a su lugar de nacimiento— argumentó que la felicidad se encuentra en el esfuerzo del individuo por tener un comportamiento virtuoso, no tanto por alcanzarlo, sino por aplicarlo en cada una de sus decisiones, aquí no vamos a ir por esas profundidades. Más bien saltaremos a algo más propio del mundo de los lectores de esta publicación.

 

Directivos y felicidad

No es feliz quien puede, sino quien quiere. Efectivamente, la adaptación del refrán está al revés de lo usual, pero es que, en este caso, este es el sentido adecuado. Un directivo se caracteriza por tomar decisiones. Cuando lo hace suele enfrentar más de una vez conflictos complicados. Estos conflictos se dan por tener que decidir entre consecuencias de distinta naturaleza. Estas consecuencias se presentan en tres dimensiones, y en las tres debe lograr buenos resultados.

En primer lugar, ha de lograr dar satisfacción a necesidades insatisfechas de sus clientes, usuarios o lo que corresponda. Para ello está. Esa es su razón de ser. Aristóteles le diría: “Busque la felicidad, que en su caso es cumplir con lo que usted es: una persona que está en una posición pensada para satisfacer una necesidad concreta de otra persona”.

Ser mejor en lo que hace de cara a servir al otro en lo que este espera es lo que lo hará más feliz, aunque usted quizás ni se dé cuenta.

Y, cuanto mejor lo haga, más estará siendo usted la mejor versión de quien puede llegar a ser. No se complique más, ser mejor en lo que hace de cara a servir al otro en lo que este espera es lo que lo hará más feliz, aunque usted quizás ni se dé cuenta. Pero con esto no alcanza, también debe pensar en que quienes trabajan con y para usted necesitan, a su vez, ser cada vez más y mejores en lo que les toca ser, ya sea por elección o por suerte del destino. Sus colaboradores tienen que tener la posibilidad de que mientras bajo su liderazgo se satisfacen las necesidades de los clientes ellos aprenden, son cada día más capaces de ser mejores en lo que hacen y saben, ser mejores también en comprender para qué trabajan y encontrar caminos de perfeccionamiento en su papel concreto en la vida. Si así lo hacen, si cada vez son más capaces de hacer más y mejor lo que han elegido como trabajo, cada vez se acercan más a aquello que decía Aristóteles, estarán más cerca de alcanzar su fin, propio de su naturaleza, y eso se traduce en felicidad.

Pero vayamos un poco más. Como directivo, su forma de tomar decisiones no solo tiene el potencial de alcanzar resultados apetecibles y desarrollar capacidades en sus colaboradores, además debe lograr que todos los stakeholders aprendan a querer lo que hacen porque ven que es bueno y que a todos les hace bien. Más aún, en su accionar, la acción ética orientada a fines superiores fomenta el interés mutuo y fortalece la vocación de servicio más allá de lo meramente transaccional, lo que contribuye al crecimiento del negocio. Y esto, diría Aristóteles —supongo, ya que no lo he leído en ningún lado— incrementa la felicidad de todos, pues confiar unos y otros en que a todos nos importa el bien de cada uno, que no el bien común, hace la vida más fácil y feliz.

En fin, que tomar buenas decisiones directivas no es más que tener como norte ser cada día más felices, promoviendo la felicidad entre todos. Que se dice fácil, pero es bastante difícil, más que nada porque hay ocasiones en que el camino corto, los shortcuts de la vida, nos animan a buscar una felicidad en bienes que no son finales y que nunca nos van a satisfacer más que para seguir buscando aquel bien que realmente nos satisfaga. Quizás la fórmula que mejor lo explica es que la acción correcta, ética dicen por ahí, no es la que está bien sino la que nos hace bien. Esta última frase da para mucha reflexión y discusión. La seguimos cuando quieran, solo es cuestión de buscar el momento para discutir sobre ella.

Autor

Profesor de Política de Empresa en el IEEM

Ph.D. en Dirección de Empresas, IESE, Universidad de Navarra; máster en Dirección de Empresas, IAE, Universidad Austral; contador público, Universidad de la República (Uruguay); GloColl, Harvard Business School.

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