Revista del IEEM
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La grieta y la agenda del futuro

Tender puentes de diálogo es urgente para aprovechar las oportunidades de desarrollo en América Latina.

En este artículo les propongo que levantemos la mirada para que el árbol del desarrollo uruguayo no nos tape el bosque del subdesarrollo latinoamericano. Conozcamos nuestro barrio: América Latina es un subcontinente pobre, desigual y, en términos relativos, decadente.

¿Dónde estamos hoy? En el medio de la pandemia, ocho de cada diez latinoamericanos están en una situación de vulnerabilidad relativa, definida como un ingreso equivalente o inferior a tres salarios mínimos (CEPAL, 2021). Además, cerramos el 2020 con más de 200 millones de pobres en la región (22 millones de nuevos pobres solo el año pasado) y con evidentes deterioros distributivos. El COVID-19 se ensañó con nosotros: mientras que solo el 8,4 % de la población del mundo vive en América Latina, casi el 20 % de los contagios y, más grave aún, el 30 % de los muertos a nivel global, son de algún país de nuestra patria grande. Las cifras son dinámicas, pero, según el BID, el virus ha causado más muertes per cápita en la región que en cualquier otro lugar del mundo.

Mayoritariamente emergentes, los países de la región hicieron lo que pudieron para contener a los sectores más vulnerables. Pero no fue suficiente. La ineficiencia técnica (una forma elegante de denominar el malgasto público, cuando no la corrupción) alcanzaba una media del 4,4 % del PBI en América Latina y el Caribe, y sumada a la alta burocracia, la poca digitalización administrativa y la prácticamente nula bancarización de los más pobres, resultaron en Estados nacionales inefectivos o incapaces de proveer soluciones, si es que tenían los recursos para hacerlo. De nuevo, Uruguay es un outlier: la percepción de corrupción es la más baja de la región y sus procesos de digitalización y bancarización, junto con los chilenos, están entre los mejores de la región. Con déficits fiscales incrementales, procesos de vacunación generalmente lentos y economías que no soportarían cuarentenas estrictas, el 2021 no ilusiona con un mejor pronóstico en términos sanitarios ni sociales.

Pero, ¿cómo eran las cosas antes del fatídico 2020, el año bisagra? La región llevaba una década rasguñando un crecimiento del 0,4 % (CEPAL, 2019) y no pudo perforar el piso del 30 % de pobreza en el medio siglo anterior. Los latinoamericanos no solo somos pobres, sino también inequitativos, ya que poseemos el triste récord de ser la región más desigual del mundo. Parte del problema puede deberse a que hacer negocios en la región es complejo: burocracia, corrupción y una pesada mochila fiscal resultan en muchas menos empresas cada 1000 habitantes que Australia, Estados Unidos o los países desarrollados de Europa. Por eso, el 99 % de las empresas de la región son mipymes, muchas de las cuales pueden sobrevivir porque operan en los grisáceos y brumosos contornos de la informalidad. El 88,4 % son micro (CEPAL, 2016) y representan solo el 27 % del empleo. Para muestra basta un botón: ningún país de la región está en el top 50 del ránking de Doing Business 2019 del Banco Mundial, que mide la facilidad para abrir y operar una empresa en un país.

Queda claro que los dramas sociales y económicos de la región no eran nuevos. La pandemia no hizo más que exacerbar tendencias preexistentes y agravar las brechas estructurales de la región. Pero más allá del progreso de algunos países, a nivel regional ya veníamos atascados desde antes.

Estos son los datos. Pueden gustarnos más o gustarnos menos, pero, como decía el Dr. W. Edwards Deming, “In God we trust, all others bring data”, o “Confiamos en Dios, todos los demás traigan datos”. Ante la contundencia de una situación tan dramática, ¿qué hacer? ¿Cómo salir adelante? ¿Qué estrategias hay que implementar para que, colectivamente, la región esté cada vez mejor? Y ante estos interrogantes surge lo más curioso del caso de Latinoamérica: incluso ante la evidencia de una situación así, no podemos superar las visiones maniqueas que dividen nuestras sociedades al medio. No nos podemos poner de acuerdo sobre cómo salir adelante.

Los argentinos somos tan autorreferenciales que nos llegamos a creer que “la grieta” es una originalidad nuestra. Pero no, lamentablemente, es patrimonio común de cada vez más países de la región y, nobleza obliga, del mundo. Las protestas sociales de Chile y la atomización electoral de Perú son signos de que la ruptura social no necesariamente está correlacionada con una mala performance económica. No nos peleamos porque nos va mal. Eso explicaría el caso argentino o el venezolano. Pero las divisiones entre cosmovisiones del mundo aparentemente incompatibles también existen en Bolivia, en Ecuador, en México y en Brasil. Y, mientras perdemos valiosísimo tiempo en discusiones tan altisonantes como estériles, el mundo sigue avanzando.

Perdemos tiempo porque, al mirar para atrás o a “los enemigos”, no tenemos la atención puesta en el mundo ni en el futuro.

Perdemos tiempo porque, al mirar para atrás o a “los enemigos”, no tenemos la atención puesta en el mundo ni en el futuro. Sin entender el contexto no podemos elaborar un plan estratégico de desarrollo. Usamos “la grieta” para evadir la tarea de pensar el futuro de nuestros países. El mundo cambia muy rápido y los latinos no estamos acusando recibo de nada.

Mirar el futuro es entender el mundo que se viene. Una miríada de innovaciones está a la vuelta de la esquina, cuando no ya tocándonos el timbre: internet de las cosas, inteligencia artificial, realidad virtual y aumentada, vehículos autónomos, robótica (incluidos drones), computación cuántica, blockchain, impresión 3D (de ropa, comida, casas y hasta de órganos humanos), carne sintética, big data, edición genética (CRISPR), etc. Cada una de estas tecnologías representa enormes oportunidades de desarrollo para la región, a la vez que amenaza el statu quo de distintos sectores que, probablemente, se opongan al cambio. La tecnología es un medio, ni bueno ni malo, que depende del uso que le demos. Lo que es innegable es que va a llegar. El crecimiento del comercio mundial de servicios tecnológicos ha duplicado al de bienes en la década prepandemia, con los países emergentes de Asia llevándose mucho de ese crecimiento. ¿Vamos a seguir regalando oportunidades? ¿Estamos preparados para abordar los cambios que supone el uso de cada una de estas innovaciones? Las implicancias de estas tecnologías —y de sus combinaciones— van a subvertir principios que considerábamos axiomáticos. ¿Quién está debatiendo sobre esto en la región?

El futuro del trabajo no es el desempleo, sino la pauperización del empleo. Eso equivale a más desigualdad, en un contexto regional en el que la inequidad es un problema creciente. ¿Cómo vamos a enfrentar este tema? ¿Cuáles son las nuevas dinámicas laborales que se ajustan a las industrias emergentes y a la volatilidad del cambio tecnológico? ¿Nuestros sindicatos están a la altura del desafío? La pandemia puso dramáticamente sobre la mesa que nuestro capital humano regional no está listo para un mundo digital. Por eso las cuarentenas impactaron tan fuertemente en los segmentos de trabajadores informales de casi todos los países de América Latina. ¿Estamos listos para las dinámicas laborales del siglo XXI? ¿Nuestra fuerza de trabajo (el capital humano) es competitivo regional y globalmente? Esto está, además, inherentemente ligado a la crisis educativa de la región, cuyo desempeño en pruebas estandarizadas es regular. ¿Cómo estamos formando a la próxima generación de trabajadores?

Seguir apostando tan fuertemente al desarrollo regional como productores de alimentos supone riesgos muy grandes que no siempre consideramos.

Los superciclos de commodities agrícolas quizá nos den un empujón pasajero, especialmente a Brasil, Uruguay, Paraguay y Argentina. Pero seguir apostando tan fuertemente al desarrollo regional como productores de alimentos supone riesgos muy grandes que no siempre consideramos. Más allá de algunos picos, el superciclo agrícola tiende a la baja en el largo plazo. Pero, desde una perspectiva prospectiva aparecen otras amenazas. La carne sintética, por ejemplo, va logrando posicionarse en nichos de mercado de jóvenes preocupados por el trato animal y por el medioambiente. Hasta hoy son segmentos marginales… Sin embargo, los innovadores que dirigen las compañías en esta industria prospectan que en menos de cinco años van a producir carne de laboratorio con el mismo sabor que la de vaca (ya lo hacen), más saludable y, lo más preocupante, más barata. ¿Cómo va a afectar esto a nuestras industrias? ¿Qué va a pasar cuando bajen los precios?

A la vez, volviendo a los superciclos de commodities, el mayor foco en la sustentabilidad probablemente represente una enorme oportunidad para Perú y para Chile, grandes exportadores regionales de cobre. Para ser más verde, ¿el mundo necesita más minería? Es contraintuitivo, pero el bronce es un insumo clave para la industria de las energías renovables y para los vehículos eléctricos, por ejemplo, que consumen más del doble de cobre que los vehículos tradicionales. Buenas noticias para los sudamericanos al oeste de la cordillera, aunque mala noticia para el resto de la región, dado que el cobre es un material clave en la industria de la construcción, lo que generará aumento de precios en las grandes obras de ingeniería, además de una inflación general alcista. Una estrategia de generación de empleo para los sectores populares que mire al sector de la construcción como canal no puede desatender estas proyecciones.

Si no miramos el futuro, se nos escapan las tendencias. Sin atención a las tendencias, generamos malas estrategias de desarrollo. La agenda del futuro es apasionante. Y bien encarada, es una mina de oro (o de bitcoins) de oportunidades para el desarrollo de América Latina. Pero si seguimos enfrascados en grietas maniqueas que nos obnubilan e inhiben la construcción de acuerdos nacionales y regionales, la agenda del futuro se torna tenebrosa y amenazante. El exabrupto del presidente Alberto Fernández, con motivo de la conmemoración de los 30 años del Mercosur, es una muestra del distanciamiento que puede producir un sesgo ideológico que impide el diálogo. Pero desenmascarémoslo: la grieta no es más que una ficción que inhibe que podamos mirar hacia adelante. En un contexto de creciente polarización nacional en muchos países de la región, tender puentes de diálogo y escucha que procuren construir acuerdos comunes es una necesidad de primera urgencia. Y quizá sea la única vacuna que tengamos para lograr un desarrollo inclusivo y justo para América Latina.

Autor

Profesor del IEEM

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