Revista del IEEM
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Crónica de un matrimonio agotado

Los choques entre empresas y sindicatos son moneda corriente en Uruguay. Cómo llegamos a la situación actual y alternativas para salir.

Es innegable que desde lo jurídico se enmarca el relacionamiento entre las partes. Se definen límites, entre otras cuestiones, y ello brinda la previsibilidad propia de saber qué derechos y obligaciones tenemos, qué podría llegar a pasar en distintos escenarios, incluso en el más pesimista. Pero esta previsibilidad que necesitamos y valoramos para la planificación del funcionamiento de la organización —y sobre todo para la tranquilidad personal—, solo nos da seguridad psicológica siempre y cuando sea real y tangible. De hecho, gracias a la investigación en psicología sabemos que debe experimentarse en un registro sensorial, y hasta corporal, para que efectivamente bajen los niveles de ansiedad y crezcan los niveles de confianza.

Dicho de otra forma, el marco jurídico puede llegar a regular la huelga eventualmente, pero si en la práctica se terminan introduciendo nuevas medidas cuidadosamente diseñadas para eludir los límites jurídicos establecidos, terminamos en una carrera inútil del que quiere reglar y del que no quiere ser reglado, porque sus ventajas relativas residen justamente en esa falta de límites.

En toda negociación compleja pueden darse episodios de este tipo, que hacen a la “picardía” de ir construyendo una fortaleza “cuando y como puedo”. El problema es que, naturalizado este accionar, quienes lo aplicamos empezamos a pensar y actuar con una lógica oportunista, que no solo socava el principio de ganar-ganar —que está en la base de las negociaciones fructíferas y sostenibles—, sino que también hace que los resultados obtenidos sean menos estratégicos y más emergentes. Si ello no se controla muy bien, evantualmente nos encontraremos en escenarios que no buscamos, con frases poco felices como “es lo que hay, valor” o en conflictos en los que aprovechamos para entrar, pero no tenemos claro cómo salir.

Es difícil encontrar una sola palabra y generalizar con ella la diversidad de situaciones que se dan en los distintos sectores empresariales, modelos de negocio y configuraciones organizacionales. Pero, si hubiera que hacerlo, lo que se percibe en quienes se dedican en el día a día al relacionamiento con el sindicato es desgaste. Desgaste que resulta del tiempo y la acumulación de experiencias insatisfactorias, con un presente de agenda nutrida y con un pasado plagado de desencuentros, incluso si el resultado de una negociación puntual fue bueno. Con las relaciones laborales, el relato del protagonista empresarial está dentro de la gama de los oscuros, del negativismo desesperanzado.

Seguramente, con nuestros recuerdos ocurre lo que plantea el Premio Nobel de Economía, Daniel Kahneman, en sus estudios sobre la felicidad. Explica que, al pasar un evento, lo que queda es el recuerdo de eso que se vivió y que, muchas veces, ese recuerdo es un «engaño». Hay veces que una experiencia no es completamente satisfactoria e incluso conlleva múltiples dificultades (ej.: una relación de pareja, criar hijos, culminar un diploma). Sin embargo, el terminar la meta, “el cumplir nuestro objetivo le da un significado distinto y nos hace recordar lo vivido con el yo de la memoria, con la cual convertimos los malos ratos en parte del triunfo y lo atesoramos de forma muy distinta en nuestros recuerdos”. En las relaciones laborales se da un poco a la inversa. Los picos de tensión disparados a lo largo del proceso, lo doloroso de algunos momentos, y lo magro del resultado, hacen que se guarden en la memoria del negociador como fracasos y como un mal recuerdo, que inevitablemente condicionará con qué tipo de predisposición se encontrará en una próxima instancia, seguramente tanto o más frustrante que la que acaba de terminar. Llega un punto en el que las partes albergan las peores expectativas respecto de la otra, y desde esa emocionalidad deben remontar el proceso de diálogo, generalmente obligados por las circunstancias.

Llega un punto en el que las partes albergan las peores expectativas respecto de la otra, y desde esa emocionalidad deben remontar el proceso de diálogo.

La relación puede estar mejor o peor según el momento, pero, como si se tratara de un matrimonio agotado, se percibe tensión, que los lazos están erosionados y hay frustración. Y, con el peso de lo que no se puede disolver, nos convierte en rehenes el uno del otro. Se instala esto de estar condenados a seguir juntos y ello —a veces— opera como motor de búsqueda de soluciones para una mejor convivencia. Otras veces alimenta resentimientos que se van acumulando, aniquilando la empatía, matando hasta la última gota de confianza y, en muchos casos, instalando una reactividad de revanchismos.

Se podrá decir que “las cosas son así”, y que la oposición de intereses entre la dirección y el sindicato engendra este conflicto entre el que busca el lucro y la productividad, y el que busca el bienestar de los trabajadores, como explica Peter Drucker en su análisis de La nueva sociedad con su Anatomía del orden industrial. Pero, tal como él mismo señala, leer la realidad desde este determinismo mecanicista sería negar la evolución que ha tenido el mundo del trabajo y la calidad ética de las partes en tanto personas humanas que están llamadas a obrar, no solo por sus intereses particulares, sino por la vocación de pasar por este mundo dejando un legado que sea recordado, y que por ello ocupan sus talentos y energías a hacer el bien a los demás.

Al final del día, la negociación no es de la empresa y el sindicato, es de personas, de fulano y de mengano.

Al final del día, la negociación no es de la empresa y el sindicato, es de personas, de fulano y de mengano; y aunque nos empecinemos en deshumanizar a la contraparte para cosificarla y agredirla más y mejor, para no hacer el paciente ejercicio de empatizar y para ponernos grandes baldes de “no te la llevo”, la verdad es que fulano que representa a la empresa es una persona y que mengano que representa a los trabajadores es una persona.

El arquetipo del empresario malvado que se tornaría abusivo sin el contrapeso de un sindicato se ha construido a lo largo de la historia, alimentado por algún caso puntual que efectivamente puede haberse dado. Y si bien no podemos negar que decisiones vergonzantes han sido tomadas por empresarios y sindicalistas en el devenir de las relaciones laborales, no podemos asumir que quienes dirigen empresas y sindicatos son gente enferma que busca dañar a otros y hacer del perjuicio ajeno su cotidianeidad. Más bien ocurre lo que señala Drucker, y es que seguimos prisioneros de una creencia, de raíces bastante antiguas. Desde esta  creencia, los gremios deben su existencia a los pecados de omisión y de acción de las direcciones poco ilustradas del pasado, por lo que el gremio no tendría propósito ni función en un sistema industrial dirigido correctamente, esto es, si la dirección fuera benévola. Desde este sistema de referencia, la percepción del trabajador es que dedica su trabajo para una autoridad que funciona para su propio beneficio y que, aunque en primera instancia no busca perjudicarlo, llegado el momento prevalecerán sus intereses personales en caso de un conflicto entre el bienestar del trabajador y el lucro del negocio.

Lo que no se alcanza a comprender, hasta que se experimenta directamente en empresas autogestionadas por los trabajadores o en cooperativas, es que la relación entre la dirección y los trabajadores está condenada a ser la misma —de cierta tensión—, al margen del destino del lucro, independientemente del propietario legal, no importa cómo se elija la dirección o ante quién sea esta responsable. Sea como sea, alguien tiene el poder de dirección y la responsabilidad de tomar decisiones empresariales y el sindicato es una contrafuerza, una reacción contra esa dirección. Así como la contraposición es inevitable y potencialmente constructiva, también es innegable que el sindicato viene a posteriori, porque antes existe empresa y existe dirección. En tanto y en cuanto haya quien dirija, y una empresa que dirigir, podrá haber un gremio de contrapeso. Evidentemente, y sin ningún tipo de valoración peyorativa, el sindicato no es necesario del mismo modo que lo es la dirección.

Es innegable que el sindicato viene a posteriori, porque antes existe empresa y existe dirección.

Tal como explica el mismo Drucker, igual que la luz de la luna es solo el reflejo del sol, la función del gremio procede de la función de la dirección. Esto no habilita a despreciarla en su valor o legitimidad, al contrario: pensar en el desarrollo del mundo empresarial sin sindicatos antes o después “presupone un gobierno totalitario”, tal como nos advierte el mismo Drucker. A modo de ejemplo, consideremos la reciente conflictiva y los reclamos que plantea en sus movilizaciones el personal de Google. Se trata de una empresa frecuentemente idealizada por su propuesta de valor a los colaboradores —que podríamos suponer que no tiene, ni necesita sindicato alguno para proteger inmejorables condiciones laborales, sus referencias positivas en Glassdoor y un work place excelentemente diseñado para seguir creciendo en entornos de creatividad e innovación—, jaqueada por sus propios colaboradores, que vienen a plantear que el mecanismo de arbitraje interno previsto en las políticas de la empresa coarta la libertad de reclamar judicialmente en caso de acoso.

Puede haber tropiezos, incluso en organizaciones bien dirigidas y premiadas como buen lugar para trabajar. Pueden darse prácticas organizacionales inaceptables. Pero más allá de las excepciones, lo que se nota aquí y en el mundo es que las empresas buscan la eficiencia productiva, pero están cada vez más expuestas a evaluaciones que refieren a indicadores de desarrollo humano y sostenibilidad, entre los cuales el bienestar de sus colaboradores es clave. Algunas lo harán con una convicción más humanista del sentido y de su razón de ser, otras lo harán porque los estándares de responsabilidad social empresarial afectan el valor de la acción. Pero lo cierto es que se generaliza en el mundo la incorporación de derechos personales y la expectativa de la sociedad de que sean las organizaciones las que lideren con el ejemplo su derecho; así que las empresas pelean con uñas y dientes por mantenerse y crecer en contextos competitivos disruptivos y por eso valoran a su gente.

 

Poder: responsabilidad y consecuencias

 

Del lado del sindicalismo, en Uruguay los cambios políticos y legales acompañaron una década de crecimiento de empleo y, de la mano de este, un enorme crecimiento en afiliados a los sindicatos. Sin querer medir la relevancia del movimiento sindical por parámetros estrictamente cuantitativos es, por otra parte, innegable que —con un volumen de afiliados cada vez mayor— el poder del movimiento sindical crece, no solo por su capacidad de convocatoria y movilización, sino por el aumento de los ingresos y la disponibilidad de mayores recursos económicos. Ese poder creciente conlleva una responsabilidad proporcional, cada vez más significativa, en la construcción de una sociedad más justa, que pone de manifiesto —más que nunca— la naturaleza política del movimiento sindical. Pero es esta esencialidad política la que se ha sobredimensionado hasta convertirse en el denominador común del deterioro de las relaciones laborales.

Sin un freno al poder ganado por la vía de los hechos, el sindicato ha conquistado por la fuerza ámbitos propios de la dirección de la empresa.

Sin un freno al poder ganado por la vía de los hechos, el sindicato ha conquistado por la fuerza ámbitos propios de la dirección de la empresa: condicionando la organización del trabajo, la asignación de recursos, el lugar de emplazamiento de una fábrica, los turnos de trabajo, los pagos variables, la determinación de productividades esperadas, etc.  Cierto es que no ha encontrado frenos firmes en sus líderes, en las autoridades y en las reglas de juego, pero también es cierto que no ha entendido el valor de la autolimitación proactiva. No para cercenarse posibilidades, sino para asegurar que no se cometan excesos con consecuencias negativas para las empresas y, eventualmente, para los trabajadores.

“El poder nunca lo experimenté como algo que me hacía fuerte, sino siempre como responsabilidad, como un peso, una carga. Como algo que le obliga a uno a preguntarse día tras día: ¿he estado a la altura?”, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI, Últimas Conversaciones con Peter Seewald, pág. 31).

Para estar a la altura de ese poder es necesario tener un compromiso de justicia y una visión verdaderamente inclusiva de la sociedad.

Para estar a la altura de ese poder es necesario tener un compromiso de justicia y una visión verdaderamente inclusiva de la sociedad. Inclusiva de todos, también de los que crean empleo, de los que se atreven a emprender y a invertir en el país. Es innegable que la sensibilidad, la preocupación por las personas y la caridad para con ellas es imprescindible para que el mundo del trabajo evolucione hacia días cada vez más humanos y humanizantes, pero estas disposiciones no son ajenas a los empresarios ni son exclusivas del sindicato.

Para estar a la altura de ese poder al que alude Benedicto XVI, no basta con querer hacer el bien. Hay que saber cómo hacerlo. Hay que saber cómo generar recursos, que luego podremos discutir de qué forma deben redistribuirse equitativamente. Usar el poder sindical para tener injerencia en el poder de dirección de la empresa, pero sin la formación empresarial requerida para ello, cae inevitablemente en la arbitrariedad. Aun en el caso de quien desde el sindicato plantee con la mayor honestidad intelectual del mundo que algo se hace de determinada manera porque así se ha hecho conforme a las normas hasta ahora. Con esa posición ya está trabando nuevas posibilidades que el empresario podría querer importar o explorar en un mundo en el cual lo que se hizo antes es más bien anecdótico y necesitamos una cultura ágil para diseñar soluciones creativas y muy rápidas ante el cambio disruptivo que trae la tecnología.

La formación de los dirigentes sindicales debería ser tan intensiva, continua y competitiva como la de los equipos empresariales.

La posibilidad de participar de la gestión, como se aspira con muchos planteamientos, presupone estar preparado. Y, en ese escenario, la formación de los dirigentes sindicales debería ser tan intensiva, continua y competitiva como la de los equipos empresariales. Pero ¿qué formación tienen los sindicalistas hoy? La asimetría de poder que hoy vemos entre empresa y sindicatos se da vuelta 180° cuando se trata de formación de empresariado y sindicalismo (conocimiento de la propia empresa, contexto competitivo, innovaciones tecnológicas, idiomas, manejo de herramientas informáticas, etc.). Y, si bien puede pensarse que esto constituye una ventaja para la empresa, obviamente no es así cuando el poder de la fuerza lo tiene el sindicato.

Desde el mundo de la empresa, no esperemos que sea la central la que forme a los sindicalistas. Posiblemente no pueda hacerlo y tampoco parece ser esa su expertise. ¿Tiene habilitación del MEC como entidad de enseñanza acreditada? ¿Tiene alguna empresa productiva/rentable que haya sido reconocida por su sostenibilidad? ¿Cuándo asesoró a los proyectos del FONDES surgieron emprendimientos ejemplares en cantidad y calidad de empleo, productividad, niveles de calidad y exportación?

Alguien más debe hacerse cargo de la formación de la dirigencia sindical, no solo para que esté mejor preparada para las difíciles conversaciones que se avecinan —y que van a desafiar la forma en que trabajamos—, sino porque el proceso mismo es generador de confianza en la relación, una señal de compromiso con los colaboradores y de apuesta a la relación de largo plazo.

Del lado de los empresarios, sigue vigente la necesidad de formación en todas las competencias estratégicas y operativas del negocio, pero con un énfasis mayor en liderazgo y negociación. Desde la pregunta “¿qué haría yo si estuviera en el lugar del sindicato?” hay mucho para mejorar en las relaciones laborales. Hay que anticipar las situaciones, empatizar con las necesidades, pensar en el juego del otro, crear planes alternativos, repensar el futuro y prever escenarios flexibles.

La conflictividad de las empresas, aunque no sea abiertamente violenta, deteriora significativamente la calidad de vida en el trabajo. El clima de tensión, la necesidad de medir qué digo y qué me guardo, el buscar excusas para eludir preguntas, evitar a determinadas personas, etc., aunque sea solo eso, ya  es tirar por el resumidero la impresionante inversión en tiempo y dinero que abocamos a desarrollar la actitud emprendedora, aprender metodologías ágiles, organizar una jornada de apoyo solidario y otras acciones de team building, que siempre ayudan, pero que no revierten la pereza de hablar con fulano, la mala onda del sector tal y la frustración de los trancazos que traen los conflictos. De ahí la convicción de que una mejor regulación de las relaciones laborales puede ser necesaria, mas no suficiente para que las personas decidan confiar en el otro y colaborar espontáneamente para sacar adelante un proyecto.

Autor

Profesora de Comportamiento Humano en la Organización en

Máster en Dirección y Administración de Empresas, IEEM, Universidad de Montevideo; psicóloga, Universidad Católica del Uruguay; GloColl, Harvard Business School; Case Writing Workshop, Harvard Business School.

Comentarios (1)

  • Jorge

    Felicitaciones Valeria por este artículo en el que por fin encuentro reflejada mi experiencia y forma de ver la situación del empresario uruguayo, otro de los discriminados en una sociedad que pretende acoger a todos y sigue contando con el emprendedurismo para sostener económica y socialmente un país.

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