Revista del IEEM
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Si querés cambiar el mundo, tendé la cama

Una madre o un padre agotado y enojado por el desorden en el cuarto de su hijo, puede resultar en un: “Tendé la cama”. O la insistencia de un fanático del orden. Sin embargo, comienzo con esta frase porque es el primer consejo de William McRaven, almirante con cuatro estrellas de la Marina de los Estados Unidos, exsoldado SEAL, en su discurso a los recién graduados de la Universidad de Texas en 2014. En esa conferencia hizo un repaso de su carrera y de su vida, compartió experiencias adquiridas en su formación militar y en varias guerras. Y la repercusión fue enorme. Tuvo millones de visualizaciones en YouTube y dio origen, en 2017, al primero de sus libros: “Make Your Bed: Little Things That Can Change Your Life… And Maybe the World”, que luego fue traducido a 25 idiomas.

El éxito se debe a que el discurso y el libro no tratan del orden de un dormitorio o de la vida militar, sino que abordan muchas verdades que interpelan a los oyentes y lectores; y demuestran que en el modo en que se viven cosas aparentemente triviales puede estar la raíz de los fracasos o los éxitos en varios órdenes de la vida. Entre otras cosas, el autor sostiene: “Si quieres cambiar el mundo, empieza por hacerte la cama (…) La vida no siempre será justa, pero si quieres cambiar el mundo, valora los fracasos, acepta los desafíos, atrévete, enfréntate a los prepotentes. Si quieres cambiar el mundo, demuestra que estás a la altura, infunde esperanza a la gente, pero, sobre todo, si quieres cambiar el mundo, no te rindas nunca”.

McRaven se propuso explicar, con base en sus experiencias, que podemos marcar la diferencia cada día, a partir de lo que inconscientemente etiquetamos como de poca o nula importancia. Y no estamos hablando del entrenamiento de los cuerpos de élite SEALS, sino de algo fundamental para todos: la educación de la voluntad, que tantas veces descuidamos. En la práctica, tendemos a centrar la educación en su aspecto de instrucción, de adquirir conocimientos. Sin embargo, la educación no es solo una tarea intelectual, por más amplia que nos parezca. La educación es un proceso que llega —debería llegar— a todas las dimensiones de la persona. Y la buena educación es la que consigue un equilibrio entre las distintas potencias humanas, por lo que necesariamente debe formar la voluntad. Es algo sumamente importante, porque la voluntad es la facultad con la que ejercemos nuestra libertad.

Muchas veces, al hablar o pensar en la virtud de la sinceridad, la referimos exclusivamente a decir la verdad a los demás.

Por lo tanto, resulta lógico que, para usar bien la libertad, lo primero sea formar bien la voluntad. Hay que matizar porque, llevado esto al extremo, se cae en un voluntarismo que presenta riesgos importantes. Pero esto no debe hacer que descuidemos el fortalecimiento de la voluntad. La persona con voluntad formada es también racionalista. Sabe intelectualmente qué es lo bueno y lo hace, aunque no le atraiga. Muchas veces, lo que nos falta es desarrollar esa capacidad de no solo reconocer, sino querer —en el sentido de amar, apreciar— lo bueno, para no dejarnos llevar por “la ley del gusto” o del mínimo esfuerzo.

Para profundizar en esta idea, puede ayudar una distinción que se remonta al menos al siglo IV y a San Agustín. Se trata de diferenciar dos dimensiones de la voluntad: motor y corazón. Las dos resultan necesarias para la madurez personal, pero cada una tiene una función propia. Si las consideráramos como dos extremos, la voluntad motor representa una concepción técnica del ser humano, centrada en la eficacia de conseguir lo que se propone, sin necesitar a nadie. La voluntad motor es la que caracteriza a la persona a la que habitualmente llamamos voluntarista, que busca su propia perfección como un fin en sí mismo, que no tiene otras metas superiores, que hace las cosas “porque hay que hacerlas”, sin entender ni preocuparse del porqué. En cambio, desarrollar la voluntad como corazón es interesarse por un fin superior, que hace que la vida tenga un sentido, sea fecunda. Es ser consciente de que lo realmente valioso (la vida, la fe, la educación, los padres y hermanos, la cultura) se recibe generalmente de forma gratuita: de los demás o de Dios. Lo que no quiere decir que no haga falta poner esfuerzo para lograr el bien y crecer espiritualmente.

Resulta lógico que, para usar bien la libertad, lo primero sea formar bien la voluntad.

Es fundamental no entender la voluntad corazón y la afectividad de un modo reduccionista, “sentimental”, porque los sentimientos van y vienen, son cambiantes o superficiales. Una explicación de la voluntad corazón la desarrolló Dietrich von Hildebrand, en su brillante y original libro El corazón: un análisis de la afectividad (1965). Se refiere al corazón como el centro de la persona y el órgano de su afectividad. Lo que se necesita es cultivar los afectos, de modo que no solo realicemos el bien porque sabemos que es lo correcto, sino porque lo amamos y nos identificamos con él. Esto es posible porque el bien siempre puede llevar el nombre de alguien (hijos, esposa o esposo, padres, amigos necesitados, etc.). Volviendo al banal ejemplo del título: si hago mi cama es para no dar trabajo a otra persona que quiero, o porque sé que esa persona se siente mejor en un ambiente ordenado. Hay un bien superior por el que realizo una acción banal, aunque no tenga ganas y, si amo ese bien (como unos padres que se levantan de noche para atender al hijo recién nacido), lo hago con gusto.

El voluntarismo como motor muchas veces lleva a querer organizar la propia vida sin necesitar de los demás. Por el contrario, el que cultiva la voluntad como corazón afronta las dificultades junto con los demás, contando con su ayuda. Si tiene fe, confía en Dios. El voluntarista se desanima con facilidad, porque comprueba las limitaciones de su motor. Necesita crecer en esperanza —en conseguir el bien superior que está detrás de esas acciones—, que es la virtud propia del caminante: si fuera imposible llegar a la meta, no caminaría.

La clave de la educación de la voluntad es que la persona disfrute haciendo cosas buenas, porque descubre que los bienes que están detrás —la amistad, el amor, el servicio o la justicia— llenan su vida y satisfacen su corazón. Obviamente, es un proceso difícil en el que, especialmente al comienzo, es muy necesaria la fuerza de voluntad —el motor—. Pero la sola fuerza de voluntad no es suficiente para mantenerse en el bien, sobre todo cuando pasa el tiempo. Los motores envejecen y se estropean. En cambio, si uno consigue identificarse con los bienes de su propia vida, cada vez le requerirá menos esfuerzo mantenerse fiel a ellos.

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