Revista del IEEM
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Tu propósito: tu camino y tu responsabilidad

¿Qué es una “buena vida”? ¿Cómo definirías una vida “buena”? Una vida que valga la pena vivir. Una que nos ilusione y llene de sentido. ¿Qué características tiene? ¿Qué valores (cosas a las que les damos valor) contiene y armoniza? ¿Qué personas incluye? No se trata de repetir las enseñanzas de los grandes filósofos, sino de pensar, a conciencia. ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Qué quiero para mí? ¿Por qué elijo las cosas que elijo? Y, siguiendo a Clayton Christensen, podemos preguntarnos: ¿cuál es la medida que quiero usar para medir mi propia vida?

Si no lo pensamos, igual actuaremos y decidiremos cosas, pero quizás orientados por otros criterios. Pensarlo nos obliga a poner el tema en la conciencia. Y la conciencia se puede gestionar. La inconsciencia, no. En ese plano corremos el riesgo de que alguien más lo defina por nosotros. Muchas veces, esta situación se da, para colmo, por la buena intención de gente que nos quiere bien. Los mandatos familiares o las expectativas de un buen jefe pueden ocupar el espacio que le corresponden al autoconocimiento y, sobre todo, a la libertad y a la responsabilidad. Como decía Antoine de Saint Exupéry en El Principito, “eres el dueño de tu vida y tus emociones, nunca lo olvides. Para bien y para mal”.

Se trata, entonces, de hacernos cargo. ¡Bienvenida, libertad! Cada uno, obviamente, tiene una historia propia y única, y a cada cual le tocan una serie de condicionamientos que limitan el ejercicio de esa libertad. Pero sean cuales sean esos límites, mientras haya un espacio mínimo de libertad, somos dueños de ese pedacito de vida propia que nos toca. Y, sobre eso, tenemos que hacernos cargo. No deberíamos (aunque es una posibilidad) delegar las decisiones existenciales.

Viktor Frankl, fundador de la logoterapia y sobreviviente de los campos de exterminio nazis, dio un ejemplo heroico de esto, al acuclillarse en la barraca todos los días e imaginarse a sí mismo dando una conferencia en el teatro de Viena, cosa que finalmente hizo. Ni los nazis ni las circunstancias pudieron arrebatarle ese sueño, que lo ayudó a sobrepasar las condiciones más inhumanas e indignas. No por nada decía Nietzsche: “Aquel que tiene un qué por lo que vivir es capaz de soportar casi cualquier cómo”. El propósito aumenta la fuerza motivacional y la virtud de la fortaleza. De ahí el contenido sapiencial del famoso “luz y fuerza”. Luz para ver cómo actuar, que se traduce en fuerza para hacerlo. Es claro que saber qué queremos no es contingente y definir nuestro propio propósito hace una enorme diferencia en nuestro desarrollo personal y profesional.

¿Por qué? Porque son un norte que nos indica hacia dónde ir. Ya decía Séneca: “Ningún viento es favorable para quien no sabe a qué puerto navega”. O, a la inversa, otra vez Saint Exupéry, que afirmaba: “El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe a dónde va”. Vayamos al terreno de la empresa. Hace un par de semanas, conversando con algunas personas que se dedican a la atracción y reclutamiento de talento para empresas relativamente grandes en Uruguay, escuché una frase que despertó risas y, a la vez, generó un consenso casi inmediato entre todos los especialistas de RR. HH.: “¡Qué difícil es convencer a una persona que sabe lo que quiere!”. Tal es la fuerza de un propósito claro. Quien lo tiene, no se engolosina ni se deja embelesar por cualquier canto de sirena, porque nunca pierde de vista cuál es su norte y su aspiración, a la vez que comprende qué cosas lo acercan y cuáles lo alejan de lo que quiere para sí. El propósito es un criterio para la toma de decisiones, especialmente útil cuando no vemos otras cosas con claridad.

Por lo anterior, en los tiempos de tormenta, el propósito devuelve el sentido de orientación y, sobre todo, ancla. Este anclaje suele dar suficiente seguridad psicológica para tener la tranquilidad de estar tomando una decisión consecuente con la escala axiológica, más allá de la confusión o de sentirnos obnubilados, que etimológicamente significa “tener una nube delante”. O sea que, para decirlo en criollo, cuando estamos perdidos como turco en la neblina, el propósito orienta y refuerza el sentido de intuición, eso que vemos pero que no podemos explicar completamente con argumentos racionales. Sin embargo, como describieron Craig y Snook en un artículo publicado en 2014 en la Harvard Business Review, menos del 20 % de los directivos conoce o puede definir cuál es su propósito personal. ¡Cuánta gente se puede perder con facilidad en el oleaje de un mar tormentoso!

Y es lógico, porque saber lo que queremos no es fácil. Suena sencillo, pero no lo es. Hay quienes tienen llamados muy claros: una vocación determinada que los convoca y arremete con todo. Casi como escribas, sus vidas son la transcripción literal del dictado de una voz superior que los orienta y define. Pero a la gran mayoría de nosotros eso no nos pasa. Vamos definiéndonos de manera más trabajosa y lenta. Por eso, tenemos que trabajar consciente y concienzudamente en el descubrimiento de lo que somos y de lo que queremos para nosotros (recomiendo leer el muy buen artículo de Florencia Scheitler sobre el tema, en esta misma edición de Hacer Empresa). Como otras tantas cosas en la vida, a un premio tan grande le corresponde un proceso parturiento.

No es gratis, pero el empeño tiene recompensa, ya que quienes son movidos por un propósito tienen ese “no sé qué” que enamora e invita a otros. Contagia. Irradia. Simon Sinek mostró lo convocante que es hablarle a los demás no sobre lo que hacemos o sobre nuestra estrategia para lograrlo (el cómo), sino sobre el por qué lo hacemos. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Qué es lo que realmente nos llama? ¿Cuál es el sentido de nuestras decisiones, nuestras acciones y nuestros logros? En Good to Great, Jim Collins identifica los “Liderazgos de nivel 5” como aquellos que movilizan mostrando el por qué, lo que redunda en una mucha mejor performance de las organizaciones que dirigen.

Para resumir, entonces, la definición del propósito personal nos da luz y funciona como criterio para la toma de decisiones (especialmente en tiempos inciertos o de poca claridad). Definirlo es nuestra responsabilidad y, de no hacerlo, corremos el riesgo de que otros fijen los criterios para definir nuestra vida. Identificar ese propósito es trabajoso, motivo por el cual la gran mayoría no puede definir qué quiere para sí de manera simple y llana. Si lo hacemos, irradiamos una confianza convocante y contagiosa.

Pero… si no puedo definirlo, ¿por dónde empiezo? Las palabras del converso John Henry Newman en Meditaciones y devociones quizás sean un bálsamo, a la vez que un método para avanzar en ese camino de realización:

 

Debemos tener en mente lo que se entiende por perfección. No significa ningún servicio extraordinario, algo fuera de lo común o especialmente heroico. Significa lo que la palabra perfección supone ordinariamente: lo que es completo, consistente, bueno, lo opuesto a lo imperfecto, lo que no tiene defecto. […] Es perfecto, pues, aquél que hace perfectamente el trabajo del día, y no necesita ir más allá de esto para buscar la perfección. No necesitas salirte de la rutina del día. Insisto en esto, porque pienso que simplificará nuestras miras y fijará nuestros esfuerzos en una meta definida”.

Profesor del IEEM

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