Revista del IEEM
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La felicidad duradera

Si la felicidad dependiera de factores externos o físicos, no podría ser duradera, ya que la salud, las circunstancias familiares y laborales, etc., son fluctuantes y, con frecuencia, adversas. Para ser sólida, la felicidad ha de estar fundamentada en un estado de bienestar interno, de paz. En la liturgia de la iglesia católica existe una expresión, con origen en los escritos de San Pablo, en la que se pide a Dios el “gaudium cum pace”, la alegría y la paz. Ambas están íntimamente vinculadas. La paz interior no solo crea un terreno fértil para la felicidad, sino que facilita la capacidad de disfrutar más de los momentos positivos. Y también permite enfrentar las dificultades de la rutina diaria con serenidad y optimismo.

En el sugerente libro La paz interior (Rialp, 2004), Jacques Philippe nos presenta un estudio sobre este tema, con perspectiva espiritual y abundantes citas de la Sagrada Escritura y de la vida de los santos. La primera parte se extiende mayormente en la confianza en Dios. En la segunda parte enumera los obstáculos que se pueden presentar en el camino hacia la paz interior y propone cómo superarlos. Me llamó la atención que varios de estos consejos finales coinciden con las recomendaciones de un estudio posterior, que se atribuye a la Universidad de Duke, en el que se proponen ocho fórmulas para encontrar esa serenidad interior. Se trata de metas más cercanas y alcanzables de lo que podríamos imaginar.

En primer lugar, “no darnos manija”, para expresarlo en términos criollos. No vivir haciendo conjeturas, ni con desconfianza ni resentimiento, que alimentan el rencor, elemento de peso muy común en las personas infelices. Otras veces hemos analizado, en esta columna, cómo el resentimiento suele ser un freno de mano que no permite avanzar en el perdón ni, por lo tanto, en el amor.

En la liturgia de la iglesia católica existe una expresión, con origen en los escritos de San Pablo, en la que se pide a Dios el “gaudium cum pace”, la alegría y la paz. Ambas están íntimamente vinculadas.

En segundo lugar, y relacionado con lo primero: no vivir en el pasado. Aprovechar el presente, proyectados hacia el futuro. La preocupación enfermiza por los errores y fracasos anteriores lleva a la depresión. Conviene fomentar la esperanza, caminando hacia adelante, con ideales o metas atractivas, desprendidos del pasado.

En su conocida obra El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl argumenta que, aunque no podemos elegir la vida que nos toca vivir, sí podemos elegir nuestra actitud frente a ella y el camino que tomamos. La tercera recomendación de la Universidad de Duke va precisamente en esta línea: no perder tiempo ni energías en las cosas que no podemos cambiar. Cooperar con la vida, en lugar de tratar de huir de ella. Es inútil bloquearse con lo que no está en nuestras manos. Hay que hacer lo que se pueda, y lo demás ponerlo en las manos de Dios. Como decía Thomas Fuller, historiador inglés del siglo XVII, hay dos tipos de cosas por las que nunca nos debemos enojar: por las que tienen remedio y por las que no lo tienen.

El cuarto consejo viene asociado al tercero: permanecer involucrados con el mundo, las circunstancias en las que debo vivir, y no esconderme ni aislarme. Aún cuando estemos pasando momentos difíciles, hay alguien que nos necesita. El aislamiento y la renuncia cómoda fomentan el egoísmo. Y “el único egoísmo aceptable es el de procurar que todos estén bien para estar uno mejor” (Jacinto Benavente).

Y aquí entra el quinto consejo: hay que rechazar el victimismo. Cuando la vida nos hace pasar por desafíos duros o injusticias, es un error permitir que la autocompasión o la conmiseración nos domine. La madurez y la sabiduría llevan a aceptar que nadie pasa por la vida sin un poco o un mucho de pesar y desgracia. Depende de cada uno ser el protagonista de su propia historia o quedarse en un estéril papel de víctima. Es verdad que siempre habrá problemas, pero también es cierto que habrá soluciones. Y, si no podemos resolver algo, entonces hay que aplicar los consejos anteriores: levantar ancla y avanzar, pero no quedarse estancado, rumiando quejas.

Hay que rechazar el victimismo. Cuando la vida nos hace pasar por desafíos duros o injusticias, es un error permitir que la autocompasión o la conmiseración nos domine.

El sexto paso es una meta positiva, para toda la vida: cultivar las virtudes de siempre, que son amor, buen humor, compasión y lealtad. Porque las virtudes y los valores no son asuntos de moda. Se refieren a nuestra dignidad como personas, y manifiestan lo que realmente tiene valor en cada uno de nosotros. Por otra parte, el ejercitarnos en vivir las virtudes da luego más facilidad para cumplir los deberes familiares, sociales, laborales y la convivencia con los demás.

El penúltimo paso va por el lado de la humildad: no esperar demasiado de sí mismo. Cervantes decía: “La humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay alguna que lo sea”. No se trata de baja autoestima, sino de realismo: conocer nuestras capacidades y nuestras limitaciones. Cuando hay mucha distancia entre las propias expectativas y las capacidades, son inevitables los sentimientos de frustración e insatisfacción.

El consejo final es más de fondo, arduo, pero vale la pena: encontrar algo ―mejor dicho, alguien-―más grande que uno mismo en quien creer. La primera lectura de este consejo, a nivel humano, nos recuerda que las personas egocéntricas muy pocas veces experimentan la felicidad, porque solo recibimos verdaderamente cuando damos. Siempre habrá alguien a quien amar y a quien servir.

Hay un dicho napolitano que dice: «Si può campare senza un perché, ma non si può campare senza un per chi». Se traduce en “se puede vivir sin saber por qué, pero no se puede vivir sin saber por quién”. Sugiere que se puede vivir una vida sin una motivación clara, pero no sin un sentido de valor por los demás o por alguien en particular. Pasando a un plano más sobrenatural, pero también histórico, el cristianismo es eso: seguir a una persona, Jesucristo, que dio su vida por nosotros. Esto explica, en parte, que haya perdurado tantos siglos. No es una ideología o una serie de mandatos quien pensara esto último tendría una versión deformada y raquítica… y no sería feliz.

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