Revista del IEEM
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La marca personal del periodista

No hace tanto, un periodista era por definición un ser gris. No tanto por su vida personal o forma de vestir (que también). Sino porque en su profesión, poca gente lo ubicaba o entendía qué hacía. Con la excepción de los jerarcas de gobierno y las fuentes que solía consultar, nadie sabía bien quién era ese intermediario clave entre los centros de poder y el ciudadano común. Y la mayoría de los periodistas estaba feliz de que así fuera.

En los últimos 25 años esto ha tenido un cambio radical.

La irrupción de las nuevas tecnologías, las redes sociales, y lo que se denomina “la economía de la atención”, ha llevado a que el periodista deba asumir un rol mucho más público, que deba desarrollarse él mismo como una marca, para tener relevancia en un mundo mediático vertiginoso y en el que la gente, apurada y desconfiada, necesita ciertas anclas en las que afirmarse a la hora de consumir información. Claro que esto no pasó de la noche a la mañana, ni fue un proceso fácil o carente de traumas.

En los primeros tiempos en que el autor de estas líneas empezó a jugar de periodista en la redacción de El País, principios de los 90, casi ninguna nota llevaba firma. Tan solo algunas piezas de opinión, y los comentarios específicos de algunos temas, como arte, espectáculos o turf. Incluso era muy común que los periodistas usaran seudónimos. Por ejemplo, el “Laco” Domínguez —figura mítica de las redacciones de esa época y capaz de abarcar todas las áreas de la sociedad— que, cuando escribía sobre el carnaval firmaba como “Redoblante”, o cuando hacía crónicas de las jineteadas en el Prado (sí, se hacían crónicas de las jineteadas), se apodaba “Nazareno”.

Los periodistas eran seres que amaban el anonimato, que hacían culto de la bohemia, y que rechazaban como vampiro al ajo las mieles de la fama pública. Había incluso un motivo legal para ello. Según la ley uruguaya, todo lo que se publica sin firma, es responsabilidad del redactor responsable del medio, mientras que cuando se estampa el nombre propio, el que da la cara es uno.

Recuerdo la primera vez que vino un consultor español a la redacción de El País y trajo la “moda” de que las notas de más de cierta extensión debían ser firmadas. “Si alguien no se siente cómodo poniendo su nombre junto al trabajo que está haciendo, es que ese trabajo no lo está haciendo bien”, decía el hombre con ese tono castizo rimbombante y algo impertinente. El cambio no fue fácil.

Hasta no hace mucho, había resistencia a ese protagonismo. Una vez, ya en esta era de Twitter y redes, durante una reunión de editores en la que discutíamos por qué a los periodistas de El País nos costaba tanto  “darnos para adelante” entre nosotros, y por qué cuando la competencia publicaba una notita que para nuestros estándares sería un “breve”, hacían un ruido que parecía que hubieran ganado un Pulitzer, un editor de la vieja guardia decía: “Yo soy periodista, no vedette”.

Cómo han cambiado los tiempos. Hoy en día, el “vedettismo” parece una parte esencial del trabajo de muchos periodistas. Y hay profesionales que dedican más tiempo a polemizar en las redes con dirigentes políticos, colegas y técnicos de otras áreas, que el que pasan investigando o formándose para cumplir mejor su trabajo.

Si bien el nivel al que han llevado la ostentación de amor propio y el culto a escribir en primera persona algunos profesionales es claramente empalagoso, hay motivos que justifican el poner foco en convertirse en una marca conocida.

Sobre todo a partir del boom de las redes sociales, los lectores de noticias empezaron a buscar nombres propios con los que relacionarse a la hora de consumir contenidos. Si bien las marcas de los grandes medios siguen siendo fundamentales, y son validadoras clave a la hora de tener un perfil público, hay un factor ineludible, y es que la persona prefiere interactuar con otro ser humano a la hora de recibir información. Es curioso, pero en tiempos de inteligencia artificial, de “captchas”, y cuando las computadoras nos obligan a confirmar 20 veces al día que no somos un robot, la gente prefiere que haya un ser vivo, con emociones, errores, éxitos y pecados del otro lado de la pantalla a la hora de brindarle información. Incluso se da ahora un boom de empresas y consultoras que prefieren pagarle a un periodista para que vaya a contarles en carne y hueso lo que sabe.

Se trata, además, de una relación medio esquizofrénica (perdón a los que tienen familiares esquizofrénicos, pero el término calza). Porque esa misma demanda de un ser vivo, esa misma pasión al seguir a un periodista en las redes, se convierte en odio visceral en cuanto ese profesional no cumple con las expectativas, o no tiene el nivel de agresividad que el lector espera a la hora de abordar ciertos temas. De inmediato pasás a ser un “tibio”, esbirro de Soros, de Rothschild, o parte de alguna conspiración “globalista”. El fervor que ponen algunas audiencias a la hora de atacar a los periodistas en forma pública nunca deja de sorprender. Bueno, casi tan duro como el que ponen los periodistas para atacar a sus propios colegas.

De nuevo, este proceso de desarrollo del periodista como una marca, no está libre de conflictos. Por un lado, hay un tema de egos. Cuando el periodista de un medio como el New York Times tiene millones de seguidores en Twitter, ¿de quién son realmente esos seguidores? Esta polémica ha llegado incluso a tribunales de justicia en Estados Unidos. ¿Qué pasa cuando un periodista de un medio hace comentarios que afectan a la marca de su empleador? ¿Cuáles son los límites de la independencia que puede tener un periodista en el mundo de las redes? ¿Está bien que un periodista anticipe una noticia en sus redes antes que en el medio que le paga el sueldo?

Todo esto se agrava de manera exponencial, cuando esos millones de seguidores pasan a convertirse en un recurso financiero importante, que los avisadores apetecen, y que pueden aprovechar sin necesidad de pasar por el intermediario de la marca empleadora. Hay presentadores de TV que ganan mucho más con esas promociones en Instagram que con lo que les paga su canal. En tiempos en que los ingresos tradicionales de los medios están cayendo o cambiando radicalmente, esto genera roces ineludibles.

Todavía estamos en medio de la tormenta y no podemos anticipar con claridad hacia dónde se va a mover esta marea. Aunque si vemos lo que ocurre en el primer mundo, la realidad es que los periodistas y comunicadores que han intentado independizarse de las marcas que les dieron relevancia, para emprender un camino en solitario junto a sus seguidores en las redes, no han tenido demasiado éxito. Es curioso cómo, pese a esa relación íntima virtual que mencioné, las audiencias siguen requiriendo una marca superior que valide los contenidos.

Tal vez, la explicación a estos fenómenos pueda surgir más bien de antropólogos, sicólogos o sociólogos. Los periodistas, mientras tanto, seguiremos intentado flotar en este mar revuelto, con una mirada en las noticias, y otra en la pantalla, a ver qué dicen de nosotros.

Director y redactor responsable de El País

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