Revista del IEEM
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Todo el año debería ser Navidad

Esta columna saldrá en una fecha cercana a la Navidad. Para todos, también para los no creyentes —al menos los que se preguntan por el sentido de las cosas—, la Navidad es una ocasión para reflexionar sobre una realidad histórica en un doble aspecto: ocurrió en un momento determinado, y es un hecho excepcional que tiene vigencia actual. Generalmente, en estas fiestas, son habituales las referencias a la paz, la solidaridad y la armonía.

Los buenos sentimientos y acciones hacia los demás tienen como fundamento común la solidaridad, que presenta diversas manifestaciones. Esta palabra procede de sólido, a partir de la expresión jurídica in solidum en la que toma el significado de ‘entero, completo’. Ser solidarios, por lo tanto, quiere decir estar ligados a otros in solidum, por un motivo común que comporta ciertas obligaciones. Se opone al individualismo y al desinterés por los problemas de los demás.

Uno puede ser solidario con otros en un negocio, en el deporte, etc., al compartir riesgos e intereses. Pero ¿qué nos lleva a deber ser solidarios con los demás, especialmente con los pobres, enfermos, con los que sufren injusticia, padecen soledad, no reciben educación, que es cuando más se aplica la palabra solidaridad?

En general, existe una solidaridad ontológica, universal. El hecho de compartir la misma naturaleza humana implica una cierta unión entre los hombres.

En general, existe una solidaridad ontológica, universal. El hecho de compartir la misma naturaleza humana implica una cierta unión entre los hombres. Se habla de «la comunidad humana» o de «la humanidad», no como simple conjunto de todos los hombres, sino como «la familia humana» que se forma por generación y educación desde nuestros primeros padres e implica unos vínculos con todos. Santo Tomás de Aquino, inspirándose en un principio enunciado por Porfirio (s. III-IV), según el cual «por la participación en la misma especie, todos los hombres forman como un solo hombre», comenta: «así como en una persona hay muchos miembros, así en la naturaleza humana hay muchas personas».

Pero, más en concreto y más frecuentemente, se llama solidaridad al vínculo con las personas necesitadas y a la virtud que inclina a asumirlo: a saberse y a sentirse ligado a las necesidades de los demás, y a procurar remediarlas. En su sentido auténtico, se trata de un sentimiento no hacia los demás en general, sino hacia cada persona concreta. La solidaridad no es la «conciencia social» de quien se preocupa de la pobreza pero le importan poco los pobres (cada pobre, cada persona).

Hay tres palabras relacionadas con este fundamento común: misericordia, compasión y respeto. Misericordia o ser misericordioso deriva de dos palabras latinas miseri-cor: tener las miserias que padecen los demás —dolor, ignorancia, injusticias— en el propio corazón (del latín cor-cordis). La segunda palabra, compasión, procede de padecer-con el otro, sufrir con el otro, como un órgano siente lo que ocurre en otra parte del cuerpo. La tercera palabra, respeto, excede el significado restrictivo de no ofender a alguien. Viene del latín respectus que significa una mirada atenta, que valora especialmente a alguien o algo.

Interesan estas aclaraciones para disponer de una base conceptual. De lo contrario, sin esa estructura intelectual, los actos de caridad con los necesitados dependerían de un sentimiento autónomo más o menos intermitente, con el riesgo de descuidarlos cuando ese sentimiento esté ausente; o de desatender, por excederse en la dedicación a los demás, otros deberes, que a veces son graves.

Muchos conocemos acciones solidarias como las que organizan diversos centros juveniles, parroquias, ONG, la UM, etc., para visitar a personas en situación de calle y darles comida. Es evidente que, con esas acciones, no se pretende resolver estructuralmente la pobreza. Sin embargo, además de la concreta ayuda material puntual, se facilita a los jóvenes que participan que vean de cerca las necesidades ajenas y se acerquen así al núcleo de la caridad, que —en palabras de San Josemaría— “más que en dar, está en comprender». De este modo se ponen las bases para afrontar en el futuro las diversas dificultades de los demás, también desde el punto de vista material, evitando la deformación de realizar obras de caridad sin verdadera caridad, sin comprensión. Porque quien no supiera compadecerse de la indigencia ajena, no podría llevar a cabo auténticas obras de caridad con los necesitados: más que levantarlos, podría incluso humillarlos.

Resulta necesario formar a los jóvenes en el respeto —mirada atenta— de los demás y de las cosas.

También resulta necesario formar a los jóvenes en el respeto —mirada atenta— de los demás y de las cosas. Hace años, en muchas familias aún existía una costumbre antigua que algunos lectores quizá recordarán: besar el pan después de recogerlo si caía al suelo. Ese gesto tenía un doble significado: reconocer el trabajo que suponía la preparación de los alimentos y agradecer la posibilidad de tener algo que comer. El contacto con la pobreza que mencionamos en el párrafo anterior ayuda a valorar desde chicos lo normal, a no tener caprichos innecesarios (en comida, ropa, juegos), a comer lo que se pone en el plato familiar, a aprovechar las sobras de las comidas, a sobreponerse a la inquietud efímera de estar “al último grito” de la moda, etc. Una persona que no aprende a renunciar a algo tendrá dificultades en vivir la solidaridad o —dicho de otro modo— en salir de su egoísmo.

La solidaridad, aunque es preferencial con los más necesitados, no conoce discriminaciones de ningún tipo.

Por todo esto, la solidaridad, aunque es preferencial con los más necesitados, no conoce discriminaciones de ningún tipo. Es también el fundamento de los derechos humanos y de las políticas sociales universales: se accede a ellos no por la raza, el sexo o la orientación sexual, sino por ser persona, por pertenecer a “la familia humana”. Cuando se sustituye el concepto de igualdad por el de discriminación inversa para favorecer a una categoría, se corre el riesgo de parcializar la justicia y originar resentimientos.

En la tradición judeo-cristiana, este planteamiento queda elevado en cuanto no se basa en un genérico amor al hombre, sino en un motivo más profundo: se funda en la convicción de que Dios ama a cada uno personalmente, así como es. Por eso se hizo hombre, nació en un pobre pesebre y murió en la Cruz.

Quizá sería bueno proponerse algunas acciones solidarias para vivir la Navidad con sentido trascendente: visitar a algún pariente o amigo que pasa un momento difícil, ayudar a una familia necesitada o cualquier otra acción que un corazón generoso nos sugiera.

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