Revista del IEEM
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Amistad, la relación humana por excelencia

Probablemente tengamos muchos conocidos, compañeros de trabajo, parientes más o menos cercanos, etc. Pero sería bueno examinar cuántos de ellos son realmente amigos. Aristóteles afirmaba que la amistad es lo más necesario para la vida: “El hombre feliz necesita amigos” (Ética a Nicómaco, IX, 1170 b 15-19) porque, aunque gocemos de una buena situación económica, no sirve si no se puede amar y ser amado, hacer y recibir el bien, lo que ocurre en la amistad: “Es propio del amigo hacer el bien” (Ética a Nicómaco, IX, 1171 b 14-25). Para el pensamiento clásico la amistad es la relación humana natural por excelencia.

Abundantes investigaciones científicas sostienen que un amplio y sólido apoyo social alarga nuestra esperanza de vida. Pero ¿qué diferencia una amistad verdadera de un simple compañerismo? En primer lugar, la amistad está muy vinculada con la virtud de la lealtad. Por ejemplo: defender al otro cuando se le ataca injustamente, aunque cueste; hablarle con sinceridad y delicadeza sobre las cosas que hace mal (no criticarlo a sus espaldas) y ayudarlo a ser mejor, sabiendo que también nosotros tenemos defectos, quizá más que él; respetar su intimidad y conservar sus confidencias sin comentarlas a otros; cumplir las promesas; compartir preocupaciones, penas, alegrías, fiestas, etc. Aristóteles lo resumía en la famosa frase: “La amistad es un alma que habita en dos cuerpos”. Un amigo es el que llega cuando todos los demás se alejaron, el que está especialmente en momentos de necesidad, el más cercano cuanto mayor es la ayuda que precisamos. Los amigos constituyen un fuerte y duradero pilar en la vida. Podríamos decir que son nuestros compañeros de viaje, porque hacen mucho más que ayudarnos.

Además de la lealtad, la amistad exige otra virtud ardua y poco común en estos tiempos: la paciencia, que es una parte de la fortaleza. Paciencia con los defectos del amigo, sus obsesiones y obstinaciones —todos las tenemos, en mayor o menor medida—, unas veces con sus silencios, otras con sus enojos, equivocaciones, incluso ofensas si nos llegan en algún momento. La envidia es contraria a la amistad; también los celos, origen de tantos problemas. Porque el bien del amigo auténtico no puede entristecerme. El aprecio de mi amigo hacia otras personas no quita nada a la confianza que tiene en mí cuando es verdaderamente amigo.

Además de la lealtad, la amistad exige otra virtud ardua y poco común en estos tiempos: la paciencia.

¿Y el compañerismo? Podríamos decir que es una forma menor y muchas veces inicial de amistad. Es un vínculo que nace entre personas que comparten un trabajo o un proyecto. De este objetivo común que les reúne día tras día surge una simpatía que puede llevar a la amistad. En este sentido, es importante conseguir que el trato dentro de un grupo de trabajo o de un equipo reúna las características de la amistad: aprecio, lealtad, servicio, apoyo, interés de unos por otros, espíritu de cooperación. En esto juega un rol fundamental quien lidera ese equipo, que debe fomentar esas virtudes, más que corregir defectos. San Josemaría, el fundador del Opus Dei, decía: “Gobernar es hacer trabajar; y gobernar bien es hacer trabajar con orden y con alegría”. No es fácil en ambientes excesivamente competitivos con mentalidad utilitarista y desconfiada, envuelta a veces con un manto de buena educación. No hace falta gritar, enojarse, presionar, poner zancadillas para conseguir metas laborales. Hay que conseguir que el ambiente no se cargue de demasiado estrés, nerviosismo, dispersión.

Seguramente no seré amigo del que pasa a recoger la basura al que solo veo de vez en cuando. Sin embargo, puedo tratarlo con amabilidad y cordialidad y desearle buenos días. Tampoco volveré a ver a la persona que en la calle me pregunta por una dirección, pero puedo ponerme en su lugar y ser afable. Si alguien interrumpe mi trabajo para hacer una consulta, puedo contener mi malestar y ser amable. Un filósofo francés del siglo XX lo expresaba así: “Es necesario instalarse en el corazón de los otros, ponerse en su lugar. Es necesario estar en el prójimo como en casa, hablar a cada uno en su lenguaje. Sócrates y Juana de Arco se dejaban ver de cerca” (J. Guitton, Aprender a vivir y a pensar, págs. 64-65). “Ver de cerca”, de eso se trata: no desde una lejanía distante, propia de quienes no tienen ningún interés en conocer y tratar.

¿Y el compañerismo? Podríamos decir que es una forma menor y muchas veces inicial de amistad.

¡Qué bueno sería que pudiéramos llamar amigos a las personas con las que trabajamos o estudiamos, con las que convivimos, con aquellos que nos relacionamos más frecuentemente! Amigos, y no solo compañeros o colegas o vecinos. Esto significaría que nos hemos esforzado en las virtudes que fomentan y hacen posible la amistad.

La amistad protege de la soledad porque abre esa puerta, casi siempre cerrada de nuestras penas y alegrías, y deja pasar al espacio interior en el que existimos. Los amigos pueden entrar: los dejamos entrar. Es más: necesitamos que entren para que rompan la soledad; esa soledad que es compatible con la atención a los demás, con nuestro interés por los otros y con las responsabilidades que hemos adoptado.

Dicen que, cuando Alejandro Magno se estaba muriendo, sus parientes más cercanos le preguntaban con insistencia: “Alejandro, ¿dónde están tus tesoros?”. “¿Mis tesoros? –respondió Alejandro–. Están en el bolsillo de mis amigos”. Al final de nuestra vida, nuestros amigos deberían decir que les dimos a compartir siempre nuestros tesoros, es decir lo mejor que tuvimos, también nuestras creencias, conocimientos, etc.

En esta época llamada “era de las comunicaciones” no deja de resultar trágico que haya tanta soledad, aislamiento, suicidios. ¿No será porque descuidamos todo lo que estamos mencionando sobre la amistad y porque las relaciones se reducen a meras comunicaciones­? Un viejo proverbio anónimo dice: “Quien no tiene amigos solo vive a medias”.

La amistad protege de la soledad porque abre esa puerta, casi siempre cerrada de nuestras penas y alegrías, y deja pasar al espacio interior en el que existimos. Los amigos pueden entrar: los dejamos entrar.

En la última columna del año pasado hablé sobre el perdón y recibí varios comentarios
positivos de algunos lectores; uno decía que después de leerla se reconcilió con un amigo del que estaba distanciado hacía mucho tiempo. Es posible y muy conveniente recuperar amigos perdidos, amistades que se rompieron por alguna causa que, quizá, no era para tanto. Las personas pueden cambiar, y, además, ¿qué sabemos nosotros de lo que ocurre en su corazón? Tener amigos es gran virtud, y mayor aún la de restablecer amistades que se han debilitado o roto.

La caridad —virtud cristiana que comprende y excede la justicia— fortalece y enriquece la amistad, nos vuelve más humanos, con más capacidad de comprensión, más abiertos a todos. Si Cristo es para nosotros el mejor amigo, aprenderemos de Él a fortalecer una relación que quizá estaba ya deteriorada, a quitar un obstáculo, a superar el egoísmo y la comodidad de quedarnos en nosotros mismos.

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