Revista del IEEM
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¿Por qué es tan difícil la sinceridad?

Con 23 años, Veronica Roth escribió en 2011 la novela Divergente. Fue la primera de una saga publicada en más de 15 países y llevada al cine. Está ambientada en un mundo futuro hostil, dividido en cinco facciones, donde una de ellas se rebela y tiene la característica de que todos sus miembros son siempre completamente sinceros.

En la vida real, las cosas no son tan esquemáticas como en la ficción; y las distintas facciones de esa saga se suelen encontrar, en mayor o menor medida, en una misma persona. Concretamente, la sinceridad es una actitud o virtud que posiblemente pensamos que vivimos y que exigimos a nuestros hijos y colegas, pero que muchas veces omitimos, por miedo a quedar mal, para evitar costos mayores o para conseguir aceptación o consensos. Muy rara vez se ve a alguien que reconozca claramente los propios errores y, si lo hace, suele ser de modo genérico o sobre algo superficial.

La sociedad tolera la mentira como algo normal o un mal menor. En el mundo de los negocios, en la publicidad, etc., se dice lo que el cliente quiere oír, con tal de conseguir unos objetivos. Por otro lado, el concepto de sinceridad se pervierte continuamente. Muchas veces se autodefinen como sinceras personas que, en realidad, son solo groseras. En programas de radio o televisión abundan personajes que gritan o insultan alegando sinceridad. Nada hay más lejos de la realidad: ser sincero nunca quiere decir ser desagradable ni impertinente. Muchas veces, ese aire de franqueza y sinceridad para airear los defectos de los demás puede encubrir las propias envidias y frustraciones.

La sociedad tolera la mentira como algo normal o un mal menor. En el mundo de los negocios, en la publicidad, etc., se dice lo que el cliente quiere oír, con tal de conseguir unos objetivos.

No valorar suficientemente esta virtud nos lleva a acostumbrarnos a las mentiras mal llamadas “piadosas”, en circunstancias que consideramos poco importantes: esto lleva frecuentemente a otras mentiras paulatinamente más grandes hasta que nos vamos insensibilizando.

Es significativo que la sinceridad frecuentemente sea atribuida a los niños y a los locos. Se debe a que no son tan dependientes de las pautas de comportamiento social y no tienen miedo de decir lo que realmente piensan. Pero la sinceridad implica tacto, oportunidad y discreción, que es lo que suele faltar en niños y dementes. Si veo en alguien a quien estimo un comportamiento que me parece que está mal y que conviene que se lo advierta, procuraré no herirlo, buscando el momento apropiado, estando a solas. Solo actuando de esta manera mi comentario tendrá un efecto positivo. No se es más sincero por contar o decir las cosas arbitrariamente a todo el mundo y es desleal hacerlo sin haberlo comentado antes al interesado.

Recogiendo una tradición de siglos, la Iglesia católica define a la sinceridad o veracidad como “mostrarse verdadero en los actos y en las palabras, evitando la duplicidad, la simulación o la hipocresía”. O sea, algo más amplio que no caer en la mentira, que a su vez viene definida como “decir algo falso con intención de engañar al prójimo que tiene derecho a la verdad”. Es particularmente interesante subrayar la aclaración final sobre el derecho a la verdad que debe tener el otro: de lo contrario, no estoy obligado y puedo no contestar o responder ambiguamente. También hay que tener en cuenta el entorno y las circunstancias. Por ejemplo, si uno está jugando al truco o va a patear un penal, es lógico que procure engañar a quien está del otro lado, porque en ese contexto no tiene un derecho estricto a la verdad.

Recogiendo una tradición de siglos, la Iglesia católica define a la sinceridad o veracidad como “mostrarse verdadero en los actos y en las palabras, evitando la duplicidad, la simulación o la hipocresía”.

Generalmente, la falta de sinceridad surge del miedo a quedar mal o del deseo de obtener determinados resultados. En ambos casos, refleja un conflicto en la persona que no se puede mostrar y asumir tal cual es. También pueden influir las malas experiencias con algunas personas. Sentirnos defraudados nos lleva a procurar que nunca nos suceda lo mismo, y esto dificulta volver a confiar en las personas en general, no solo con las causantes de nuestra desilusión.

Es muy importante transmitir este valor a los niños. Que tengan arraigado este concepto es fundamental para que en un futuro sean personas honestas y leales. Para que vivan esta virtud desde chicos hay que crear en la familia un clima abierto de comunicación y confianza que facilite que los hijos vivan la sinceridad. Por supuesto, también conviene cultivar ese clima en los centros educativos y en las empresas. A nivel corporativo se exige transparencia contable y comunicación, que quizá no siempre se vive a nivel personal y de oficina.

Como en toda enseñanza y liderazgo, hay que ir por delante, predicar con el ejemplo y ser coherentes. No se puede exigir a los hijos que no mientan y demostrarles lo contrario cuando nos escuchan poner excusas que ellos saben que son falsas. Si los hijos ven en sus padres sinceridad y honestidad en su manera de comportarse y de relacionarse con los demás, tenderán a comportarse de la misma manera. Esto no quiere decir que no vayan a mentir en un momento determinado, pero sabrán que eso está mal, y su relación con sus padres será más sincera.

También es falta de veracidad o incoherencia mantener un discurso igualitario respecto a las relaciones entre hombre y mujer, y no colaborar absolutamente nada en las tareas de la casa. O el ecologista de fachada que deja papeles y latas tirados por cualquier lado.

Generalmente, la falta de sinceridad surge del miedo a quedar mal o del deseo de obtener determinados resultados. En ambos casos, refleja un conflicto en la persona que no se puede mostrar y asumir tal cual es.

Ser sincero es ser honesto con los demás y con nosotros mismos. Jesucristo lo dijo claramente: “que tu sí sea sí; y tu no, no”. En la Iglesia católica existe —instituido por Jesucristo— el sacramento de la penitencia o confesión. Llevo muchos años como sacerdote administrando este sacramento y, junto a la alegría de constatar la paz recuperada por quien hace una buena confesión, compruebo frecuentemente ese extraño impulso que todos tenemos para no reconocer nuestros pecados, también en este sacramento, que es secreto y que garantiza el perdón si hay arrepentimiento. Llegué a la conclusión de que, además de la vergüenza de reconocer un error —para lo que se requiere humildad que no siempre tenemos—, la sinceridad que más cuesta es la sinceridad con uno mismo. Se suele decir que una persona —y lo mismo vale para una institución— son tres personas: la que los demás creen que es, la que ella cree que es y la que en realidad es. La sinceridad con uno mismo ayuda a que la segunda y la tercera se aproximen y vale la pena realizar los intentos necesarios para que eso ocurra.

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