Revista del IEEM
TOP

Libertad: autonomía y compromiso

En Gilead, la novela de Marilynne Robinson, ganadora del Pulitzer 2005, el protagonista es un pastor que escribe una carta extensa a su hijo joven. Le cuenta que, cuando sus feligreses le preguntaban por la muerte, respondía: “Morir es como ir a casa”. Sin embargo, al final de su vida, el pastor ve que se contradice a sí mismo porque se siente en este mundo como en su casa. Con esta paradoja comienza la historia del libro.

Debido a la pandemia, todos experimentamos un aumento de fallecimientos de seres queridos y cercanos. Pero la intención de esta columna no es hablar de la muerte, sino reflexionar sobre otro tema aludido en estos meses de pandemia: la libertad. Porque, en su significado más profundo, ser libre es “sentirse en casa” en este mundo, en las circunstancias en las que nos tocó vivir, sin añorar situaciones ideales.

Aunque estamos condicionados por la cultura, la educación, la salud y la posición social, nos sentimos libres cuando podemos considerarnos autores de nuestras acciones. Desde un punto de vista superficial, la libertad podría entenderse como un fin en sí misma, “somos libres para ser libres”. Es cierto que libertad significa —en primer lugar— capacidad de autodeterminarse. Sin embargo, más allá de poder elegir, lo decisivo es “para qué” tenemos libertad: por algo a nadie le gusta equivocarse y no son igualmente buenas todas las opciones vitales que podemos tomar.

Nuestra libertad es limitada e imperfecta en cuanto es una cualidad de los seres humanos. Nos hace capaces de lo más bajo, pero también de lo más noble: sin libertad no habría verdadero amor. En su dimensión más profunda, amar consiste en entregar y compartir la vida con otra persona, lo que implica limitar la autonomía individual. El amor es lo más valioso que tenemos y constituye la respuesta definitiva al “para qué” de la libertad: somos libres para poder amar. Y una vida sin libertad sería la de un esclavo, en sentido jurídico, psicológico y cultural.

Nuestra libertad nos hace capaces de lo más bajo, pero también de lo más noble: sin libertad no habría verdadero amor.

En la actualidad, la libertad se suele entender principalmente como autodeterminación o autonomía, cuyo único límite sería la libertad de los otros. Pero si le preguntamos a alguien qué hay de valioso en su vida, seguramente mencionará compromisos con otras personas: relaciones de amistad y de amor, vínculos familiares, proyectos profesionales, causas sociales o pertenencia a una comunidad religiosa.

Libertad y compromiso no se contradicen, pero a veces resulta difícil hacerlos compatibles: sin libertad no habría compromisos, porque se convertirían en meras costumbres sociales. Sin compromisos, la vida perdería lo que tiene de valioso. En realidad, son dos caras de una misma moneda: tenemos libertad para comprometernos. Antoine de Saint-Exupéry escribió que una persona vale en la medida de sus vínculos.

La vida de cada persona es un camino que se recorre empleando la libertad. El papa Francisco dice que hay dos maneras de vivir: como peregrinos o como errantes. El peregrino salió de su hogar, tiene un destino y cuenta con vínculos personales en los que apoyarse. En cambio, el errante sigue itinerarios marcados por las necesidades inmediatas, está desvinculado de los demás y en ningún lugar se siente en casa.

Uno podría preguntarse, entonces, ¿por qué la libertad que defendemos produce también frustraciones? La respuesta está en que, muchas veces, buscamos soluciones externas —en la organización social, económica o política, o en bienes materiales— para algo que solo puede resolverse en nuestro interior. Lo que necesitamos es responder a la pregunta “¿para qué tengo libertad?” y ver si coincide con la respuesta a “¿para qué quiero yo mi libertad?”.

Las decisiones fundamentales sobre con quién compartir la propia intimidad o qué trabajo voy a elegir es decir cómo ejercer mi libertad, dependen de nuestra respuesta a la pregunta “¿hacia dónde quiero dirigir mi vida?”. El amor, la familia, el servicio a la sociedad o la religión dan acceso a los bienes que incluimos en nuestra lista de lo más valioso y que están relacionados (vinculados) a personas. Lo bueno no es una idea abstracta, sino que tiene nombre de persona: un amigo, un hijo, el cónyuge, Jesucristo.

Sería reduccionista pensar que el compromiso es libre exclusivamente porque nadie me ha forzado y porque puedo deshacerlo. En la terminología de Alejandro Llano (exrector de la Universidad de Navarra) eso sería meramente “libertad-de, pero no todavía “libertad-para. Desde la “libertad-para, soy más libre no cuando soy más autónomo, sino cuando me vinculo con algo que amo, porque ejerzo de modo pleno mi libertad. No veo la disminución de opciones como una pérdida, porque valoro más los bienes que se ganan al comprometerse. Es la libertad del peregrino, que con cada paso se va acercando a su meta. Ulises, en la Odisea, rechaza todas las ventajas que la ninfa Calipso le ofrece, incluida la inmortalidad, por una razón rotunda: “Quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa”, donde lo esperaba Penélope, su persona amada.

Sería reduccionista pensar que el compromiso es libre exclusivamente porque nadie me ha forzado y porque puedo deshacerlo.

La libertad del errante, en cambio, es la de quien no toma decisiones importantes ni establece vínculos profundos. Desde la “libertad-para” es una persona menos libre, porque no sabe hacia dónde vale la pena dirigirse. Puede ser un “errante superficial” que no tiene respuestas porque no las busca, o un “errante trágico” que piensa que la vida carece de sentido.

Ante estos problemas, podemos optar por la solución más fácil: cambiar de vida, olvidando que el peregrino, por sentirse en casa, es capaz de encajar en su proyecto vital los defectos de los demás y algunas situaciones objetivamente difíciles. Si estamos convencidos de la meta, pondremos los medios para mantener la ruta, haciendo los ajustes necesarios, pero sin desviarnos del objetivo. Saberse amado es el fundamento de toda esperanza. Es lo que da fuerza al peregrino para no desfallecer, porque conoce —como Ulises— que al final del camino lo espera el amor que precede a su viaje.

La meta final nos da una mirada capaz de encontrar sentido a las situaciones en las que objetivamente la vida nos coloca. Quien ama sufre. Al llegar a Ítaca, el porquero Eumeo le dice a Ulises: “Nosotros debemos gozar con nuestras tristes penas, recordándolas mientras bebemos y comemos en mi cabaña; que también un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y trajinado”. Echar la vista atrás en compañía de quien nos quiere y poder decir “valió la pena” es un logro aparentemente modesto, pero el mayor al que podemos aspirar los humanos.

Autor

Postear un comentario