Revista del IEEM
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Pena de muerte: legítima defensa y dignidad humana

En Uruguay la pena de muerte fue abolida en 1907 y no despierta aquí la vehemencia que suscita en otros países, como Estados Unidos. Allí 30 de los 50 estados todavía la conservan, aunque no se aplica en la jurisdicción federal ni en la militar, y el 80 % de las ejecuciones se concentran en Texas, Missouri y Florida.

Tradicionalmente, la Iglesia católica toleró la pena de muerte en casos excepcionales, pero en agosto pasado, el papa Francisco dio un paso decisivo al declarar solemnemente que, según el Evangelio, la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”.

Durante mucho tiempo la pena de muerte se admitió sobre la base de la tutela o de la legítima defensa de la sociedad. El Catecismo de la Iglesia Católica en el n.o 2267, en su edición de 1992, contemplaba que la pena de muerte se podía enmarcar dentro de las “penas proporcionadas” a la extrema gravedad de ciertos delitos. A la vez, limitaba el recurso de la pena capital a los casos en que no bastaban los medios incruentos para defender las vidas humanas contra el agresor, “porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana”.

Cinco años después, en la edición de 1997, la Iglesia avanzaba en el sentido restrictivo, poniendo la condición de que fuera “el único camino posible”. Añadía que, actualmente, el Estado tiene más posibilidades para perseguir eficazmente el crimen, sin necesidad de privar al criminal de la posibilidad de redimirse.

Juan Pablo II sostuvo en 1999 que la pena de muerte equivale a negar la dignidad humana y priva de la posibilidad de redención o enmienda; por eso es una pena “cruel e innecesaria”.

Los casos en los que es necesario aplicar la pena de muerte son ya muy raros, por no decir, prácticamente inexistentes. Juan Pablo II sostuvo en 1999 que, en esta renovada perspectiva, la pena de muerte equivale a negar la dignidad humana y priva de la posibilidad de redención o enmienda; por eso es una pena “cruel e innecesaria”.

Finalmente, en agosto de este año, Francisco declaró que hoy la Iglesia considera que la pena de muerte es contraria a la dignidad humana y, por tanto, “inadmisible” y se señalan tres importantes argumentos en los que se apoya esta nueva posición: 1) la dignidad humana fundamental, precisamente por vincularse a la imagen de Dios que el hombre posee en su ser, “no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves”; 2) las sanciones penales “deben estar orientadas ante todo a la rehabilitación y reinserción social del criminal”; 3) “se han llevado a cabo sistemas de detención cada vez más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos”. Concluye con una recomendación práctica sobre la pena de muerte: “la Iglesia (…) se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo”.

La dignidad fundamental de la persona no depende de la opinión ni de la decisión de algunos o de muchos, y —esto puede costar aceptar— nunca se pierde, aun en el caso de un gran criminal.

¿Qué reflexiones se podrían hacer sobre este desarrollo que hemos esbozado demasiado esquemáticamente? En primer lugar, que la dignidad fundamental de la persona no depende de la opinión ni de la decisión de algunos o de muchos, y —esto puede costar aceptar— nunca se pierde, aun en el caso de un gran criminal. De ahí que ninguna persona puede ser tratada como un simple medio u “objeto” y merece respeto por sí misma (no porque lo diga una ley), desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural.

Desde antiguo se distingue a la persona por su espíritu, por su “alma espiritual”, entre los demás seres del universo. También por su especial relación con la divinidad. La Biblia confirma que el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios”. Por esto, aquellos que no reconocen la existencia de un Ser Supremo tienen más dificultades en fundamentar la dignidad humana. Por otra parte, la experiencia histórica enseña que es una pésima experiencia dejar que algunos, o muchos, decidan si alguien tiene o no dignidad humana.

Algo muy distinto es la dignidad moral, que alguien puede perder si hace algo indigno de una persona. En el plano de la dignidad fundamental, no hay personas indignas.

Algo muy distinto es la dignidad moral, que alguien puede perder si hace algo indigno de una persona. En el plano de la dignidad fundamental, no hay personas indignas. En cambio, en el plano moral, hay personas que se hacen indignas, precisamente al pisotear la dignidad de los demás. La dignidad moral crece cada vez que una persona actúa bien: dando lo mejor de sí misma, amando, convirtiendo su vida en un don para los demás.

Para algunos puede parecer excesivo el adjetivo inadmisible, que emplea ahora el papa Francisco. Ya había utilizado este adjetivo en marzo de 2013, en un mensaje a la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, en el que afirmaba: “Hoy día la pena de muerte es inadmisible, por grave que haya sido el delito del condenado. Es una ofensa a la inviolabilidad de la vida y a la dignidad de la persona humana, que contradice el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad y su justicia misericordiosa, e impide cumplir con cualquier finalidad justa de las penas. No hace justicia a las víctimas, sino que fomenta la venganza”. “Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal”. Y la tildó de “fracaso” para un Estado de derecho, “porque lo obliga a matar en nombre de la justicia”.

El papa explica: “cuando se aplica la pena de muerte, se mata a personas no por agresiones actuales (como sucede en la legitima defensa personal), sino por daños cometidos en el pasado. Se aplica, además, a personas cuya capacidad de dañar no es actual, sino que ya ha sido neutralizada, y que se encuentran privadas de su libertad”.

Para dar mayor fuerza al argumento de la vida, el pontífice cita una frase de Fedor Dostoievski sobre el tema: “Matar a quien mató es un castigo incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato que comete un criminal”.

Además de estos y otros graves reparos, Francisco recuerda que la pena capital puede ser utilizada por regímenes totalitarios o por fanáticos para deshacerse de individuos o comunidades que le resultan “peligrosas”.

Para un cristiano es más fácil entender estos razonamientos a la luz del Evangelio, donde se contempla la actitud misericordiosa de Jesús, que impidió él mismo que sus discípulos ejercieran la violencia contra los que injustamente le perseguían (Mt. 26,52) y, frente a la mujer adúltera, no se cuestionó sobre su culpabilidad, sino que invitó a los acusadores a examinar su propia conciencia antes de lapidarla (cfr. Jn 8,1-11).

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