Revista del IEEM
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Vida intelectual: flexibilidad y certezas

En los comienzos del siglo XX, a Albert Einstein lo consideraban un fracasado en el posgrado de Física y no fue capaz de encontrar trabajo como docente o investigador en la universidad. Tuvo que trabajar siete años en una oficina de patentes. Pero, en su tiempo libre, escribió artículos sobre el efecto fotoeléctrico, el movimiento browniano y la teoría de la relatividad espacial, trabajos que dieron un vuelco a la Física. Después de recibir el Premio Nobel, describía la oficina de patentes como “ese espacio reservado en el que brotaron mis más hermosas ideas”.

Esta anécdota me recordó la La vida intelectual, un ensayo del filósofo y teólogo francés A. G. Sertillanges (1863-1948), sobre la tarea intelectual, basado en el pensamiento de Aristóteles y de Tomas de Aquino, publicado en 1942 y con muchas reediciones, porque es un texto muy aprovechable no solo para quienes hacen del conocimiento su profesión, sino también para quienes desean tener un “espacio” intelectual, compatible con otros trabajos.

Sertillanges insiste en que la construcción intelectual exige poner unos cimientos sólidos, conocer nuestras propias limitaciones: “¿Quieres hacer obra intelectual? Empieza por crear dentro de ti una zona de silencio, un hábito de recogimiento, una voluntad de desprendimiento, de desapego, que te haga disponible por entero para esa obra. Adquiere ese estado de ánimo, libre del peso del deseo y de la propia voluntad, que constituye el estado de gracia del intelectual. Sin ello, no harás nada o, al menos, nada que valga la pena”. Toda construcción (como la de un edificio) debe partir de un plan y, en este caso, es la búsqueda de la verdad, actitud básica de la vida intelectual. En el libro, muy bien escrito, abundan consejos útiles como la necesidad de dedicar un tiempo al día a la tarea de pensar, la constancia en el horario, el requisito del silencio, la escritura, etc., que forman hábitos que nos predisponen a la verdad.

Sertillanges insiste en que la construcción intelectual exige poner unos cimientos sólidos, conocer nuestras propias limitaciones.

Años después, en 1951, el filósofo francés Jean Guitton publicó El trabajo intelectual, del que existe una reedición en 2022 de Rialp. Esta obra fue pensada inicialmente para los estudiantes, pero también se dirige a los que, con muchas ocupaciones, no quieren renunciar a leer, escribir y pensar. Guitton propone modos de potenciar la propia preparación intelectual y la concentración, animando a alternar el descanso y el esfuerzo, y orientando al lector a expresarse con estilo y construirse sólidamente mediante la lectura.

Ambos libros combaten el prejuicio de que la vida intelectual sea exclusiva para unas minorías o consecuencias de un alto nivel económico. En realidad, la vida intelectual es fruto de un interés por el mundo y, sobre todo, de buscar continuamente el sentido de las cosas, lo que requiere constancia porque implica entrar en conflicto con la tendencia natural a una vida cómoda. Actualmente hay iniciativas inspiradas por estos principios o por esta inquietud vital de buscar la verdad. Una de las más interesantes es la de Zena Hitz, Ph.D. de Princeton, profesora de varias universidades norteamericanas y responsable del Proyecto Catherine, una especie de programa de tutorías en humanidades al estilo de los grandes libros de Oxford. Recomiendo visitar su página web. En 2022, Editorial Encuentro publicó su libro: Pensativos: los placeres ocultos de la vida intelectual en el que invita a la búsqueda de la verdad y del sentido de lo humano, en la línea de libro de Sertillanges, al que cita oportunamente. Pone el ejemplo de Einstein mencionado al comienzo de este artículo, y ofrece otros argumentos, imágenes e historias que demuestran la necesidad de los bienes intelectuales, el ocio, la contemplación, el aprendizaje, más allá de las enseñanzas destinadas a la utilidad y a la preparación profesional.

La vida intelectual es fruto de un interés por el mundo y, sobre todo, de buscar continuamente el sentido de las cosas, lo que requiere constancia porque implica entrar en conflicto con la tendencia natural a una vida cómoda.

Lo que pretenden estos y otros autores es romper con esas dinámicas utilitarias y excesivamente pragmáticas dominantes de la sociedad, para ayudar al lector a saborear lo que significa la vida intelectual como forma de cultivar la vida interior de una persona, un lugar de retiro y reflexión. Si se consigue, se descubre que la vida intelectual es una fuente de dignidad y abre un espacio a la comprensión y a la solidaridad entre todos. Y, algo muy importante, también ofrece una plataforma crítica ante los mecanismos de subordinación y de alienación a los que todos estamos expuestos.

Una de las consecuencias, y a la vez requisito imprescindible de la vida intelectual y de la búsqueda de la verdad, es el equilibrio entre dos actitudes complementarias, aparentemente contradictorias: flexibilidad y certezas. La flexibilidad intelectual se requiere para estar abiertos y dispuestos a cambiar la mente cuando recibimos nuevos datos y argumentos. Y la firmeza en las convicciones es particularmente necesaria, porque vivimos en una sociedad que nos inunda de ideas banales y que, paradójicamente, es alérgica al dogmatismo, lo que nos lleva a caer en la sospecha permanente, de la que ya nos advirtió G. K. Chesterton: “Corremos el riesgo de concebir una raza humana que no se atreva a creer ni en las tablas aritméticas”.

Hay gente que piensa que los cambios de opinión tienen un valor en sí mismos, como si no fuera posible llegar a algunas certezas. Un cambio de opinión tiene valor en cuanto sirve para ajustar mejor mis puntos de vista a la realidad. Es peligroso endiosar las dudas y condenar las certezas: si tenemos las primeras es porque deberíamos querer llegar a las segundas. Por supuesto que es necesario dudar de uno mismo y esto hace avanzar el conocimiento: pero es un punto de partida, no de llegada. Hay que desprenderse de estereotipos y de medias y falsas verdades, pero sin olvidar que hay un final del camino, un propósito. Si todo valiera lo mismo, si no pudiera conocerse la verdad, no tendrían sentido la investigación, la ciencia, la filosofía. Lo que hace que una persona sea dogmática —en el sentido de presentar como innegable algo que es discutible— no es la búsqueda de la verdad, sino la autocomplacencia acrítica o irreflexiva en los propios juicios, de lo que nadie está libre. Como escribió Ralph Waldo Emerson: “La madurez es la edad en que uno ya no se deja engañar por sí mismo”.

En agosto de 2022 el título de esta columna en Hacer Empresa era una frase de Quinto Curcio Rufo: “Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos”. Decía allí algo aplicable a la vida intelectual: la madurez y el aplomo requieren cultivar espacios interiores de serenidad, para hacer más profundo nuestro trabajo, descubrir su dimensión de eternidad, no perder la dimensión amplia de la realidad, entablar relaciones fluidas con nuestros colaboradores, etc.

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