Revista del IEEM
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¿Qué depara la carrera científica del futuro?

Uruguay tiene la oportunidad hoy de marcar un nuevo punto de inflexión en su desarrollo científico-tecnológico y, sobre todo, en la generación de una sociedad y economía con base en el conocimiento. Para ello debe hacerse, al menos, una pregunta.

Esta posibilidad llega 40 años después de un hito similar, cuando, a la salida de la dictadura, el principal objetivo que tenía el país desde el punto de vista científico era la reconstrucción de su sistema académico, prácticamente desmantelado en ese momento.

Gracias al trabajo y esfuerzo altruista de grandes personalidades científicas, en pocos años y con una inversión por parte del Estado —que seguramente hoy consideraríamos muy insuficiente—, se logró una reconstrucción del sistema en tiempo récord. En esa etapa se crearon el Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas (1986), la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC, 1990) y los primeros programas del Consejo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (Conicyt) financiados por el Banco Interamericano de Desarrollo (programas Conicyt-BID, 1991), la Facultad de Ciencias Sociales (1989) y la Facultad de Ciencias (1990). Asimismo, se repatrió un importante conjunto de compatriotas con trayectorias científicas de nivel internacional y se generó la posibilidad de que muchos jóvenes docentes-investigadores de la Universidad de la República (Udelar) se fuesen a hacer sus doctorados en ciencia al extranjero con el compromiso de volver al país para continuar sus carreras aquí.

Así, en poco más de 35 años, Uruguay rearmó su sistema de ciencia y tecnología y la mayoría de sus científicos producen mayoritariamente “ciencia guiada por curiosidad” de muy buen nivel en muchas de las áreas del conocimiento (hay algunos excelentes ejemplos de su aplicación para la generación de productos innovadores), forman nuevos investigadores en nuestro país, se han consolidado un gran número de laboratorios y espacios de investigación y se adquirió equipamiento y tecnologías imprescindibles para trabajar en la frontera del conocimiento.

En todo ese período, y hasta hoy, la baja inversión en Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI) de Uruguay (0,3-0,4 % del PBI) se realizó básicamente desde el Estado (más del 90 %) y, por tanto, investigadores e investigadoras trabajamos, en general, en la academia. Eso lleva a que el aporte científico local esté fuertemente asociado al trabajo académico-universitario y se evalúa según sus parámetros convencionales. Es decir, la persona que se dedica a la ciencia es valorada por la cantidad de publicaciones en revistas científicas, formación de recursos humanos, la consecución de fondos nacionales o internacionales concursables para investigar, la participación en congreso, entre otros factores.

Todo esto es un intangible invaluable para cualquier nación que pretenda tener un mínimo de soberanía y base sin la cual nada más en este terreno puede construirse. Y hoy se hace de una manera bastante eficiente, a pesar de la bajísima inversión que realiza el Estado. Aunque, por supuesto, con la sobrecarga y escasa valorización del trabajo de estudiantes e investigadores, cuya labor solo se puede entender en función de una gran vocación por la investigación.

Y, si analizamos otros indicadores, la cuestión no mejora: menos del 1 % de los científicos trabajan en el sector privado y el país tiene casi 10 veces menos investigadores (medido como número de investigadores cada 1000 habitantes de la población económicamente activa) que los países considerados desarrollados (OCDE).

Todos estos indicadores llevan a la necesidad de que el Estado se haga, de manera urgente, una pregunta poco presente a lo largo de las últimas décadas: ¿qué se espera del sistema científico, tecnológico y de innovación nacional? En esa respuesta se encuentra la verdadera posibilidad de hacer un quiebre de aguas y abrir escenarios bien diferentes al actual.

Si lo que se espera del sistema de CTI es lo mismo que hasta ahora —que la comunidad científica genere conocimiento de modo tradicional—, la carrera científica seguirá siendo más o menos similar a la que hemos visto en los últimos años, con el consiguiente estancamiento del desarrollo científico del país, quedando cada vez más alejados de los países desarrollados. Pero, incluso si ese fuese a ser el escenario que nuestro país decide recorrer, igualmente se debería alcanzar el mínimo recomendado a nivel internacional del 1 % del PBI de inversión en CTI para que el sistema se mantenga más allá del voluntarismo o la vocación.

Si, por el contrario, el país decide pensar en un sistema de CTI que sea la base de la matriz productiva, como ocurre en países que hoy son desarrollados, entonces los científicos deberíamos jugar otros roles. Por supuesto que los principales cometidos del trabajo científico deberán ser los mismos, pero, en ese cambio de paradigma que se debería producir, lo esperable es que quienes se dedican a la ciencia se integren en equipos multidisciplinarios y que, de alguna manera, el conocimiento que crean siguiendo la curiosidad intrínseca de la investigación científica sea valorizado tanto desde lo social como desdeu lo financiero.

Por ejemplo, si el país decidiera, como política de Estado, que va a invertir al ritmo de los países que se quieren desarrollar, entonces se pueden estudiar y adaptar alguno de los programas usados por los países que están a la vanguardia (programa Yozma de Israel, programa de desarrollo de Corea, como ejemplos). Todos estos programas, de una manera u otra, impulsan asociaciones virtuosas entre la academia y el sector privado, crean grupos multidisciplinarios en los que cada uno reconoce las virtudes y saberes del otro para generar productos y soluciones ps

Estos programas logran que se creen empresas que tienen a la CTI en su matriz fundacional y que son la fuente de empleo para los científicos en el sector privado. Estas revoluciones con base en la creación de conocimiento se producen en tiempos que se miden en pocas décadas y les devuelven a los países que se animan a recorrer ese camino un crecimiento en términos de PBI per cápita muy significativo y mucho mayor a lo invertido.

Para eso, en el camino hay que crear áreas de transferencia tecnológica en instituciones académicas, escalar proyectos de investigación excepcionales para construir empresas con base científico-tecnológicas de clase mundial y dar valor a la innovación en la carrera científica. En este sentido, en el Institut Pasteur de Montevideo hemos desarrollado LAB+. Un programa de valorización del conocimiento abierto a propuestas de toda la comunidad científica nacional y regional, apalancado en un fondo de inversión privado con la mira en crear unas 15 startups en ciencias de la vida en los próximos ocho años.

En ese marco, la ciencia de calidad se puede transformar en el motor de la sociedad y economía del conocimiento y, en el sentido más amplio de la palabra, ese conocimiento se convierte en el principal activo del país.

Director Ejecutivo del Institut Pasteur de Montevideo

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