Revista del IEEM
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El 2023 somos nosotros

Escribo estas líneas en los primeros días del año, ante las imágenes de velatorio del papa Benedicto XVI. Su legado intelectual y espiritual es inmenso y me llevó a releer una homilía que predicó cuando era obispo de Múnich, al comenzar un nuevo año, sobre el sentido cristiano de los momentos de transición. El texto está recogido en “Palabra en la Iglesia” (Editorial Sígueme, 1976, Salamanca). Confirma, una vez más, cómo Joseph Ratzinger procuraba —y lograba— conseguir en cada reflexión una perspectiva a la vez distanciada y profunda, libertad interior y motivos para seguir adelante.

En esa homilía, evoca a un antiguo filósofo que afirmaba: “El hombre se distingue del animal en que mantiene su cabeza por encima de la superficie del agua del tiempo”. Mientras los animales se encuentran dentro de ella como peces, que no hacen sino dejarse arrastrar por la corriente del tiempo, el hombre puede sacar la cabeza y mirar, y así dominar el tiempo. Esta consideración llevaba a Ratzinger a preguntarse: “¿Pero de verdad hacemos eso que sostiene el filósofo? ¿Acaso no somos también como peces en el mar del tiempo, arrastrados por sus corrientes, desconocedores de su origen y su destino? ¿No consumimos todo nuestro ser en la existencia cotidiana, yendo de fecha en fecha, de tarea en tarea, incapaces de tomar conciencia de nosotros mismos?”.

La pereza, la rutina y las problemáticas diarias hacen que nos cueste hacer un parón, ver dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Precisamente, momentos como el cambio de año, un aniversario, el comienzo de una nueva etapa, etc., deberían ser ocasiones en las que nos esforcemos en “emerger e intentáramos mirar el cielo y las estrellas que hay encima del mar y encima de nosotros. Así nos comprenderíamos mejor a nosotros mismos”. En fechas de transición, “deberíamos intentar revisar el camino que hemos andado y luego enjuiciarlo; darnos cuenta de lo que estuvo mal hecho, de lo que nos obstaculizó el sendero que lleva al conocimiento de nosotros mismos y de los demás. Deberíamos llegar a reconocer estas realidades para que el camino del nuevo año sea realmente un avance, un progreso”. De lo contrario, nos quedaríamos en lamentos estériles; y no solo no avanzaríamos, sino que retrocederíamos o consolidaríamos situaciones negativas. Se entiende así, la afirmación de San Josemaría Escrivá, a quien no le gustaba el dicho “año nuevo, vida nueva” y prefería decir “año nuevo, lucha nueva”.

La pereza, la rutina y las problemáticas diarias hacen que nos cueste hacer un parón, ver dónde estamos y hacia dónde queremos ir.

En el siglo V, durante las invasiones bárbaras, a la gente que se lamentaba frecuentemente de la época que estaban viviendo, San Agustín les contestaba: “Dicen que los tiempos son malos, difíciles. Vivamos bien y los tiempos se volverán buenos. ¡Nosotros somos los tiempos! ¡Los tiempos son lo que somos nosotros!” (Serm. 8,8). Y es así en el sentido de que, cuando hablamos de una época histórica —revolución francesa, gesta libertadora— nos referimos a los hombres que protagonizaron esa época. Somos el tiempo; y aceptarlo lleva a evitar quejas estériles, hacer una serena autocrítica, y, sobre todo, a entender y desear algunos cambios que requieren sacrificios personales, para contribuir al bien común. Por esto, se preguntaba Ratzinger: “¿Puede realmente el tiempo seguir adelante, cuando los hombres no pueden? ¿Y avanzan de verdad los hombres cuando aumenta su confort, pero su corazón se detiene y se empequeñece? ¿Y puede avanzar el hombre si se desconoce a sí mismo? ¿Puede avanzar si tiene tiempo para lo que hace y para lo que posee, pero no para lo que él es? ¿Puede avanzar cuando él mismo está fuera del tiempo?”.

Actualmente las etapas humanas —infancia, juventud, edad adulta, ancianidad— son entre sí más diferentes que nunca. Es como si los mayores viviéramos en otro tiempo que los jóvenes. Además, ha aumentado la expectativa de vida, una vida que cambia cada vez más rápido y hace que, más pronto que antes, quedemos “reducidos” al pasado; y que pertenezcamos a ese pasado durante un tiempo cada vez mayor. Por eso, en nuestro tiempo coexisten tiempos cada vez más distintos entre sí, que llevan a tensiones críticas.

Este conflicto generacional más agudo que vivimos no es la única consecuencia. Otra consecuencia es que tendemos a negar nuestro tiempo y a querer anclarnos en una edad: la juventud. Antes no era tan así. Se valoraba la tradición como fuerza ordenadora y, en cierto sentido, la edad preferida era la ancianidad. Por ejemplo, en la Iglesia católica, la palabra “presbítero” procede de una palabra griega que quiere decir “anciano”. Hoy se vive en la actualidad con unas mascarillas cosméticas que ayudan —con éxito relativo— a mantener ante sí mismo y ante los demás una especie de disfraz, una apariencia. Ante esto, Ratzinger aconsejaba: “En el momento en que, al final de un año y comienzo de otro, el tiempo se renueva convendría que aprendiésemos que el hombre, si quiere serlo de verdad, está necesitado de su totalidad, desde la infancia hasta la ancianidad. Deberíamos intentar una vez más aceptar la totalidad del tiempo del hombre y encontrar tolerancia, reconocimiento para los demás, sabiendo que todos tenemos algo que aportar”.

San Agustín decía: “Dicen que los tiempos son malos, difíciles. Vivamos bien y los tiempos se volverán buenos. ¡Nosotros somos los tiempos! ¡Los tiempos son lo que somos nosotros!” (Serm. 8,8).

Los hombres somos el tiempo; con esta afirmación san Agustín no quiso únicamente superar el pesimismo de sus interlocutores, sino también y, sobre todo, cancelar radicalmente la falsedad de una antiquísima tradición de las religiones paganas, que consideraban a Chronos, el tiempo, como la primera divinidad, que se comía cruelmente a sus propios hijos. Lamentablemente, también hoy Chronos, el tiempo, sigue siendo un dios cruel. Como decía Ratzinger en la homilía que comentamos y que pronunció a finales del siglo XX: “Tan solo el olvido, que Chronos regala a los que le adoran, puede impedir que contemplen un juego cruel en su máximo grado de contradicción. Hasta dónde alcanza ese grado, puede descubrirlo la persona que repase un poco los acontecimientos y compruebe todo lo negativo que el hombre ha experimentado en este siglo como propio de la época. Cuando el tiempo se convierte en señor del hombre, este se convierte en esclavo, aunque Chronos haga su aparición bajo el nombre de progreso y de futuro”. Por eso se entiende que muchos años después, siendo ya papa, Benedicto XVI en su testamento espiritual escribiera con emoción: “A todos los que en la Iglesia han sido confiados a mi servicio, ¡manténganse firmes en la fe! ¡No se dejen confundir!”.

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Comentarios (1)

  • José Efraim Serra

    Muy rico sus comentarios Padre Carlos . Tan real como cierto nos dejamos envolver en la telaraña del tiempo y sus aparentes ofrecimientos. Parar y ponernos en presencia del creador es sin dudas la mejor ubicación en el tiempo que a cada uno nos toca vivir y compartir, y desde esa presencia viva de Dios poder enfrentar el tiempo en sus diferentes momentos. Haciendo de cada día y de cada acción de trabajo, servicio, un ofrecimiento a nuestro Señor. Santificar nuestras vidas en nuestro día a día, cómo nos enseñó Sanjosemaria

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