Revista del IEEM
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Recuperación transformadora

Reflexiones sobre la respuesta a la crisis

Se atribuye a Winston Churchill haber dicho que nunca debe desperdiciarse una crisis. Ellas ofrecen lecciones importantes y son catalizadoras de nuevas alianzas y estrategias, tanto por parte de las empresas como de los gobiernos. Por su profundidad y por los enormes costos humanos y económicos que ya ha ocasionado en América Latina y el Caribe (ALC) —718 000 muertos y una contracción del 7,7 % del PBI en 2020)— la crisis del COVID-19 es un momento de aprendizaje y búsqueda de nuevas respuestas para los países de la región.

La crisis es un golpe sobre un sistema global que ya mostraba problemas estructurales. En lo económico, se observaba el lento crecimiento de la economía y del comercio mundial desde 2013, luego de la recuperación de la Gran Recesión de 2008. En lo social, un aumento de la desigualdad en la mayor parte de las economías, con concentración de los beneficios en el 1 % más rico de la distribución del ingreso (el cuello de la “jirafa” de Martin Ravaillon). En lo ambiental, dificultades para alcanzar acuerdos sobre la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. En lo político se observaba el debilitamiento del multilateralismo y el aumento de la rivalidad geopolítica, así como el rebrote de tendencias autoritarias, incluso en países con fuerte tradición democrática.

Hay algunas especificidades en ALC. Hubo mejoras distributivas durante el auge de las materias primas, impulsadas por políticas sociales y por el aumento del empleo formal. Estas mejoras se estancaron a partir de 2017 en un nivel aún muy elevado de desigualdad (0,46 el valor promedio del Gini en ALC). Otra especificidad fue la caída persistente de la productividad relativa del trabajo frente a los Estados Unidos desde los años 80, reflejando un aumento de la brecha tecnológica. La productividad del trabajo de ALC era aproximadamente un tercio de la de los Estados Unidos en 1980, mientras que cuarenta años después era menos de un quinto de la productividad estadounidense.

Es a partir de este escenario que se debe reflexionar sobre la respuesta a la crisis. Las Naciones Unidas han hablado de “reconstruir mejor” y la CEPAL ha hecho eco de este llamado con la idea de una “recuperación transformadora”. El patrón de crecimiento anterior a la crisis mostraba desequilibrios en aumento, con sus correspondientes tensiones políticas. La respuesta no debe apuntar a restaurar dicho patrón, sino a transformarlo.

Las crisis han generado un cambio en la mirada sobre el papel del Estado y de la economía, tanto en el mundo académico como en el político. Hay un cuestionamiento creciente de lo que Dani Rodrik llamó “hiperglobalización” —la idea de que el libre mercado y la plena movilidad del capital y de los bienes traerían de por sí prosperidad y legitimidad política—. La hiperglobalización generó tensiones que se acumularon y debilitaron el multilateralismo y la confianza en la democracia. La pregunta es, entonces, cómo revertir estas tensiones, reducir la conflictividad y relanzar el crecimiento sobre bases sostenibles en lo económico, social y ambiental.

En el plano internacional, hay que avanzar hacia un nuevo multilateralismo que provea los bienes públicos globales que no producía la hiperglobalización, entre ellas mayor estabilidad financiera global y más espacio para políticas de protección social y de cuidado del ambiente. La propuesta de un Nuevo Acuerdo Global Verde apunta a coordinar políticas fiscales expansivas orientadas a la sostenibilidad ambiental. Robert Keohane ha hablado de un “multilateralismo que apoye a la democracia”, conciliando las reglas de juego de la economía internacional con el fortalecimiento de la democracia política en cada país. A su vez, la CEPAL ha reiterado su llamado a profundizar la integración regional para que ALC tenga una voz más potente en un mundo cuyas reglas están en transición.

En lo interno, la CEPAL ha propuesto una repuesta de emergencia por medio de transferencias de ingresos y un bono contra el hambre, junto con el apoyo a las pymes para evitar el colapso del empleo y que se desintegre el tejido productivo. Muchos países han actuado en ese sentido: el porcentaje de personas por debajo de la línea de pobreza en ALC aumentó del 30,5 % al 33,7 % entre 2019 y 2020, pero hubiera llegado al 37,2 % sin políticas compensatorias (se evitó que aproximadamente 20 millones cayeran en la pobreza). Aun así, hay 209 millones de pobres, 78 millones en extrema pobreza, y una tasa de desempleo de 18,5 % en la región (15,3 % entre los hombres y 22,2 % entre las mujeres).

En el largo plazo, sería necesaria una mayor coordinación entre los sectores público y privado para elevar la inversión y cerrar brechas tecnológicas. La CEPAL ha identificado sectores clave, capaces de contribuir a los objetivos de la inclusión social y sostenibilidad ambiental, entre los que se destacan la transición energética, la movilidad sostenible, la bioeconomía, la salud, la economía del cuidado, la economía circular y la inclusión digital. Ellos deberían ayudar a la recuperación y a promover la construcción de capacidades tecnológicas y científicas endógenas, necesarias para elevar la productividad y acompañar una frontera tecnológica en rápido movimiento.

El impacto de la desigualdad sobre la eficiencia del sistema económico es extremadamente negativo. Estos impactos son directos —ya que la desigualdad implica capacidades que se pierden y oportunidades y trayectorias de aprendizaje que se truncan— e indirectos, porque la concentración económica incluye también el poder político y distorsiona las políticas.

En una estrategia de recuperación transformadora, Uruguay parte con algunas desventajas, pero también con activos importantes, por lo menos en la comparación regional. Entre las desventajas se encuentra el bajo nivel de los gastos en I+D como porcentaje del PBI, que alcanza solamente el 0,48 % (frente al 2,2 % de la media mundial). Uruguay viene fortaleciendo su sistema nacional de innovación, pero este esfuerzo debería acelerarse ante un mundo en el que el progreso técnico es exponencial.

Entre los activos, debe considerase que una nueva estrategia de desarrollo como la que se propone es intensiva en acuerdos políticos y en capacidades institucionales. Uruguay es un país con larga tradición democrática, más igualitario (el gasto social de Uruguay como porcentaje del PBI es aproximadamente seis puntos por encima del promedio de la región), con partidos políticos consolidados y políticamente menos polarizado, lo que hace más factibles los acuerdos amplios que una institucionalidad fuerte requiere —fiscales, de inversión, productivos y de protección social—. Esta institucionalidad se refiere no solo a las capacidades de gestión del Estado, sino también a su capacidad de diálogo con el sector privado y con la sociedad civil en torno a los objetivos de desarrollo sostenible.

Autor

Oficial a Cargo, Oficina de CEPAL en Montevideo

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