Revista del IEEM
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Vivir sin miedo

Una buena frase para resumir la actitud cristiana ante la vida podría ser la utilizada por una campaña partidaria para combatir la inseguridad: Vivir sin miedo. El problema es cómo se llega a esto. No es nada fácil, porque sentir miedo en alguna ocasión es inevitable, no es de cobardes: Nelson Mandela dijo que “valiente no es el que no tiene miedo, sino aquel que domina ese miedo”.

Nos puede ayudar a enfocar el asunto pensar que el miedo es por excelencia un sentimiento negativo, y la vida debemos enfocarla con sentido positivo. De esta forma, y a pesar del prejuicio en el que a veces podemos caer sobre el rigor y oscuridad de los textos bíblicos, el papa Francisco hacía notar que “en la Biblia encontramos 365 veces la expresión ‘no temas’ con todas sus variaciones, como si quisiera decir que todos los días del año Dios nos quiere libres de temor” (Mensaje para la 33ª Jornada Mundial de la Juventud, 25 de marzo de 2018).

Conocer los miedos que hay detrás de algunos comportamientos nos dará herramientas para vencer esos temores y ganar grados de libertad. Por esto, procuraremos analizar tres miedos que nos amenazan diariamente: a fracasar, a no ser aceptado y a perder la comodidad.

Conocer los miedos que hay detrás de algunos comportamientos nos dará herramientas para vencer esos temores y ganar grados de libertad.

El miedo a fracasar suele venir potenciado por la presión de un ambiente (familiar, laboral, social) en el que se identifica equivocadamente el error con el fracaso. Aquí, como en todo, la educación tiene un papel fundamental: es necesario enseñar que equivocarse también es aprender. Aprender a sufrir y a ser fuertes ante la contrariedad exige que en la educación se armonicen dos coordenadas básicas que suelen ser comunes a los buenos padres, maestros y ejecutivos: la firmeza (alta exigencia) y la comprensión (cariño, atención a la persona). La firmeza implica no ser excesivamente reiterativo en las órdenes: ser exigentes, pero no “pesados”; exigir mucho en pocas cosas, que sean importantes, eligiendo bien las batallas que hay que dar y dejando libertad en el resto.

Hay países donde el error se asume como un activo de experiencia, no como un fracaso. Relacionado con esto, se sitúa el segundo temor: el de perder la aceptación, ser rechazado, que se convierte, frecuentemente, en el motivo de toma de decisiones de muchos adolescentes… y de adultos que no han madurado. Se llega a actuar de modo contrario a los propios gustos y convicciones, para no verse excluido, para pertenecer a un grupo. Aquí también la educación juega su rol prioritario, insistiendo en que lo que uno vale no depende de la aprobación ajena, ni la auténtica felicidad está en “agradar”, lo que constituye una actitud muy nociva en los adolescentes.

Aprender a ser fuertes ante la contrariedad exige que en la educación se armonicen dos coordenadas básicas que suelen ser comunes a los buenos padres, maestros y ejecutivos: la firmeza y la comprensión.

Esforzarse desordenadamente por ser apreciado, aceptado, aunque sea inconscientemente, significa que los fracasos y los reveses conducirán a un profundo desaliento o, peor aún, a que la amargura nos invada el alma. Hay que aprender a gestionar el rechazo, a distinguir qué valoraciones importan y cuáles no, a elegir quiénes son las personas a las que realmente vale la pena agradar y por qué.

Un tercer miedo que nos acosa es el de perder la comodidad. Cuando las personas inmaduras ven amenazada su zona de confort, su mecanismo de defensa es muy resistente y la expresión habitual es la queja: ante un cambio de planes, aumento de trabajo, etc. El motivo es que ven amenazado un “derecho”, una propiedad. Su comodidad es uno de sus grandes tesoros y solo la cederán ante algo más valioso. Aquí podemos encontrar una buena clave para vivir sin miedo: tener un ideal, una meta, que mueva a actuar, dispuestos incluso a perder la comodidad adquirida. Quien tiene un ideal se hace ambicioso. Esa ambición por algo “más grande” hará cruzar al otro lado del miedo, salir de la zona de confort egoísta. Entonces hago algo no porque “no hay más remedio”, sino porque vale la pena, porque me hace sentir útil, porque aporto a la sociedad, etc. Y se pasa de la cultura de la queja a la cultura del esfuerzo.

La ambición por algo “más grande” hará cruzar al otro lado del miedo, salir de la zona de confort egoísta.

Una excelente inversión es ayudar a los hijos, alumnos y empleados a salir de la terrible frase: “Y esto a mí ¿para qué me sirve?”, y motivarlos a realizar las cosas porque son buenas; a que pongan un esfuerzo que no repercuta siempre en el propio beneficio a corto plazo o en la recompensa inmediata. Aristóteles distinguía el hombre que “hace cosas buenas” (por recompensa, porque lo supervisan) del hombre “bueno”, que actúa bien en cualquier circunstancia y sin supervisión, y además disfruta haciendo el bien. En este sentido, se puede decir que la madurez es el paso de la reacción a la respuesta consciente de que hay necesidades y deberes a mi alrededor, y que esas necesidades son unas llamadas que me interpelan.

En un excelente libro de Fernando Sarráis (Personalidad, Eunsa, Pamplona, 2012), se analiza cómo el nivel de madurez e inmadurez psicológica de una persona se manifiesta con claridad en su actitud ante el placer y el sufrimiento. La persona madura tiene como objetivo principal ser feliz y hacer feliz a los que la rodean, lo que supone hacer lo que se debe hacer en cada momento con un querer libre. Y esto lo hace la mayoría de las veces, aunque le cueste y suponga sufrimiento, o le obligue a renunciar o posponer el placer de sentirse bien.

La persona inmadura, en cambio, tiene como objetivo principal sentirse bien y evitar sentirse mal a toda costa; por eso tiende a hacer lo agradable y placentero, y a evitar lo desagradable y costoso. Es, por tanto, egocéntrica y egoísta, y ve a los demás principalmente como fuente de bienestar personal. Y, cuando no consigue ese bienestar, se frustra y se irrita; y castiga al causante de ese malestar causándole daño físico o psicológico para que rectifique: tiene una tendencia a la violencia y a manipular a los demás para que satisfagan sus demandas de placer y bienestar. Quizá aquí tenemos una de las explicaciones de por qué, en una sociedad consumista, se retrasa la maduración de los jóvenes y se manifiesta en tantos aspectos conocidos.

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